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Los argonautas

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Chapter 1 No.1

Word Count: 16445    |    Released on: 06/12/2017

s de múltiples y puntiagudos dedos. Para evitarse este contacto avanzó el sillón de junco, pero no pudo seguir escribiendo. Algo nuevo había ocurrido en torno de

a interna, ruidosa y móvil parecía haber nacido en las cosas hasta entonces inanimadas, mie

grandados por la escasez de su altura eran el campo visual de Ojeda. En el primero, donde estaba él, mezclábase a la blancura uniforme de la decoración el verde charolado de las palmeras de invernáculo, el verde pictórico de los enrejados de madera tendidos de pilastra a pilastra y el verde amarillento y velludo de unas parras

de las paredes, estaban ocupados por se?oras. El ambiente era más limpio que en el jardín de invierno, donde una atmósfera de humo de habano y tabaco oriental con perfume de opio flotaba sobre las plantas. Más allá de estos corros femeninos en torno de las mesas de té, media docena de músicos, uniformados lo mismo que los camareros, agrupábanse sobre una tarima, alrededor de un piano de cola. Sus cabezas rubias de germanos y los arcos de sus

ecleos del piano y los gemidos de los violines; del techo, coloreado a la vez por el reflejo azul de la tarde y el frío resplandor de las ampollas eléctricas, descendían gorjeos de pájaros, como una evocación campestre que parecía animar la artificial rigidez del jardín contrahecho. Por la parte exterior se deslizaban de ventana en ventana los bustos de unos paseantes, siempre

e bronce pendientes del techo empezaban a balancearse, y dentro de ellas saltaban los canarios, sin dejar de cantar, buscando en el vaivén de su prisión un punto inmóvil. Las cortinillas de las ventanas, sujetas por sus abrazaderas, agitábanse bajo un soplo invisible. El suelo de mosaico, liso, unido, inerte a la vista, parecía ondular como si por debajo de él mugiese un hurac

molino. Las paredes inmóviles, firmes, de un espesor considerable a juzgar por los profundos quicios de puertas y ventanas, estaban prontas a animarse igualmente a impulsos de esta vida misteriosa. Permanecían en silencio, con la calma de las construcciones que desafían a los siglos; pero Ojeda, viéndol

s, el humo de los cigarros y el vaho de las tazas. Los ni?os rubios habían desaparecido de las ventanas; los paseantes, cada vez más escasos, transitaban por el exterior con el busto inclinado, llevándose una mano a la gorra y ladeando la cara para defender los ojos y las narices de algo molesto; los velos femeniles crujían lo mismo que banderas o

entanas. Luego subía y subía lentamente con la ascensión del agua que hierve, hasta llenar la mitad del rectángulo de cristal; permanecía inmóvil un momento, temblando en ella lejanos redondeles de espuma, ojos curiosos que intentaban contemplar el interior de l

puerta del jardín de invierno. Abríanse grandes claros en la concurrencia. Desaparecían las gentes con discreción, en suave retirada, sin que se enterasen los demás de por dónde habían escapado. La peque?a orquesta pareció adquirir mayor sonoridad al quedar vacíos los salones: los instrumentos de cuerda lloraban como si anunciasen una desgracia en la melancolía azu

iente que se revelaba en la tristeza de muchos ojos y la palidez de muchos rostros. Era el placer egoísta del que contempla el peligro ajeno desde un lugar seguro. Además, experimentaba una satisfacción animal al apreciar su asi

e llevase el servicio de té, que le molestaba con sus incesa

ba yo escr

instantáneamente del lugar dónde estaba; pasó de golpe a un mundo distinto, un mundo sólo de él, que parecía latir en los pliegos ennegrecidos por su escritura. A impul

compa?ero: un tal Isidro Maltrana, tipo curioso, al que conocí vagamente en mis tiempos de bohemia heroica, y que va, como yo, a Buenos Aires. La identidad de nuestros destinos nos ha hecho intimar rápidamente. Hace unas sesenta horas que estamos juntos, y no parece sino que hemos andado apareados toda la vida. él dice que quiere ser mi secretario, o más bien, mi escudero, en esta aventura estupenda que acabo de emprender. En Lisboa entró en funciones, encargándose de las tareas enojosas del embarque... Pero ?por qué te cuen

eta azul escribían en su idioma los mismos conceptos a las fraulein rubias de Hamburgo y de Brema. Pero el amor es como la muerte y como todos los grandes accidentes de la existencia. En otros parece

o enorme, igual a los que cambian el curso de la humanidad o el aspecto del planeta. Y

presente. Lo terrible es cuando se lo llevan, y no queda nada y hay que abrazarse para siempre al recuerdo... Yo me consideraba el otro día, al separarme de ti, el más infeliz de los hombres, y ahora pienso con envidia en aquellos instantes. ?Te veía aún!... Y ahora cada momento que transcurre me aleja más de ti; cada vuelta de las hélices establece una separación mayor entre nosotros; un minuto representa centenares de metros; una hora una distancia enorme, que no podríamos salvarla en un día aunque marchásemos apoyados el uno en el otro, mirándonos en los ojos, olvidados del mundo. Nuestr

este cuerpo: era ella, pegada a él, bajo las cubiertas de la cama, empeque?ecida, humilde por el dolor de una desesperación silenciosa. él también permanecía callado, con la nuca en las almohadas; percibiendo entre sus brazos el dulce contacto de unas espaldas sedosas revueltas en blondas; sintiendo en un hombro la leve pesadumbre de su cabeza, que parecía

les había hecho olvidar la realidad por algún tiempo; pero al sobrevenir el cansancio y la hartura, los dos experimentaban la misma decepción del enfermo qu

?Adiós!, ?adiós! ?Cuándo volverían a oírle!... Luego pasó un tropel de chicuelos voceando los periódicos de la tarde, con la rese?a de la corrida de toros. Un piano de manubrio rompió a tocar, en medio de la calle, un vals de opereta vienesa, con apresurado tecleo y acompa?amiento de timbres. Se oía la voz del organillero pidiendo a gritos que ?le echasen algo? de los balcones. Cuando callaba el piano venía de lejos un runruneo de guitarra con choque de casta?uelas y férreo retintín de triángulo. Una voz bravía de cantor nómada entonaba una jota, vene

jer, cortó el aire, envolviendo los ruidos de la calle. Era para Ojeda la más am

l-murmuró tristemente un

ento inmediato donde aquél había sido enterrado. Nadie conocía su tumba. Sus huesos se pulverizaban revueltos con los de los sacristanes y antiguos vecinos del barrio; pero era indiscutible que allí habían dado tier

, para sus encuentros amorosos, sólo por la vecindad del convento. Además, este barrio popular y sucio había sido el de los grandes autores del Siglo de Oro, el l

a la sombra de contados árboles, escribía aquel trabajador portentoso comedias a centenares y versos a millones... Vestía la sotana; pero llevaba bajo de ella, por la noche, su buena espada de Toledo para poner en fuga a los enemigos que le salían al encuentro. Galante y desalmado en su juventud, como don Juan, habíase acogido, viendo próxima la vejez, al se

es que goteaban una humedad de ropa vieja puesta a secar. Por estos mismos lugares había pasado también, siglos antes, un sacerdote de alta frente remangándose la sotana en los charcos y llevándose la otra mano a los bigotes y la perilla con gesto de antiguo soldado. Era don Pedro Calderón. Las procesiones del

itió una voz junto a Ojeda-.Hay

ante, incorporándose en la cama, buscaba el conmutador eléctrico. Nada de luz: ella gustaba de comenzar sus arreglos al fulgor de la chimenea. Más adelante podría encender. Y vagó por la habitación, buscando de mueble en mueble las piezas de ropa esparcidas al azar en la locura pasion

cuerpo, después de los supremos espasmos, parecía dilatarse en el reposo de la más noble de las fatigas. La veía encerrada en un medallón de seda, vestido interior impuesto por la estrechez de los trajes de moda, con cierto aire masculino y gracioso de doncel mediev

a voz ronca y temblona de emoción. ??Paje adorado!

ialdad fingida, temblándole la voz. ?Vístete... Vámonos pronto. ?Y pens

de su ensimismamiento. Esta impresión le hizo temb

ando con los ojos entornados. Algunos sillones mecíanse solos, como si quisieran juguetear entre ellos al verse sin ocupación; las mesas, abandonadas, crujían ladeándose lo mismo que en las evocaciones de espíritus. Sólo quedaba en las ventanas un débil resplandor lívido: la luz eléctric

por los sones graves de dicho instrumento, la varonil figura de Wolfram de Eschembach, el noble trovador consejero de Tannhauser el maldito, y su imaginación puso palabras al canto melancólico de las cuerdas. ??Oh tú, mi dulce estrella de la tarde, que lanzas desde el fondo del cielo tu suave resplandor!...? El wagneria

n de la casa con cierto encogimiento, sin atreverse a mirar los muebles y los cuadros, modesta decoración reunida al azar cuatro a?os antes. Guardaban demasiados recuerdos para ser contemplados con indiferencia, y ellos se hab

s! Tápense bien, que hace mucho

ma?ana!... Ma?ana vendría su viejo criado a levantar la casa, a llevarse

os en la calle, se detuv

cupe

lgo de sus personas que alguna vez había de atraerlos irresistiblemente. Hizo lo mismo ella, y súbitamente tranquilizada se agarró de su brazo. Los menudos pies, montados en altos tacones, vacilaban doloridos

. Tú te ríes de estas cosas, tú eres un impío, pero para eso estoy yo: para ped

cuando al empezar la tarde se habían juntado. Ya que él se ib

aquí una semana más. Te vería por todos lados; cada calle nos guarda un recuerdo. No; decididamente... lo detesto. Pero tú volverás, dime que volverás pronto. Piensa que has escupido para volver, y eso es importante. No vendrás aquí mismo... conforme... Pero volverás a Eu

emprendido el viaje y al término de él le aguardaba lo desconocido, con sus a

urmuró ella-.

Adiós, don Miguel!? Se despedía mentalmente del ilustre vecino. Aquél había sido un hombre completo, un hombre representativo de su época: soldado de mar y tierra, cautiv

sobre las otras con brillo extraordinario. él, volviendo la mirada hacia su compa?era, creyó ver el reflejo del astro, como un punto de luz, en el temblor de una lágrima. A través del velillo del sombrero columbraba su pálido perfil

a misma hora esa estrella. Lo pensé anoche... lo he pensado todas estas noches. Tú la mirarás acordándote de mí, y yo la miraré al mismo

su franqueza ?Pobre María Teresa! Cuando ella contemplase la estrella al anochecer, él estaría viendo el sol de las primeras horas de la tarde. Y aunque para los

o tiempo por su magnitud. ?Y era cierto que una carta tardaría cerca de un mes en establecer la comunicación entre sus pensamientos? ?Y transcurriría un espacio de tiempo igual

nando con imperiosa resolución-. No quiero que te vayas. ?No te irá

sivamente con su garrita enguantada una mu?ec

ltimo momento?... Además, nada adelantarían con tal resolución. Unas horas de felicidad con la esperanza de que no iban a s

un valiente a la conquista de la fortuna. Hace un mes que hablamos del viaje con relativa tranqui

qué: no quería pensar. Era algo como la muerte, que todos sabemos que vendrá a su hora; pero la vemos tan lejos... ?tan lejos!... Guardaba cierta calma

ás, y sólo habrá entre nosotros pedazos de papel en los que intentaremos poner el alma y sólo pondremos letras. ?Se?or! ?Termina

res comentaban con enérgica gesticulación los incidentes de la corrida de novillos de aquella tarde. Mujeres del pueblo, tirando de la mano de sus peque?os, seguían al marido, que iba con la capa caída, la gorra ladeada y los ojos brillantes, canturreando todos algún co

cto-. No, rabia no; ?pobrecitos! Tal vez envidia... ?Pensar que ellos se quedan y que

ligereza que contrastaba con su máscar

?o alto, lleno de peinetas. Y ahora nos iríamos a nuestro barrio cogiditos del brazo; no como vamos, sino más alegres, y ma?ana de buena ma?ana, tú al taller y yo a buscar a mi hombre a mediodía con la cestita llena, y comeríamos juntos en un banco de paseo o al borde de una acera... Y mi hombre, como es buen mozo, seguramente que gustaría a otras, y yo me

transformó repentinamente

ol, como el aire, que es de todos y para todos? Las mujeres no entendemos de muchas cosas, pero yo creo que así debía arreglarse el mundo para que las gentes fuesen felices... Y si no pu

hubiese desahogado toda su in

e mi marido; va a ser de un momento a otro y acabará bien, todos me lo dicen. Entonces no llevaré esta vida de pobreza disimulada, de bohemia elegante; no tendré que

su mano; cómo su cuerpo, pegado a ella en el ritm

jaula, y harás versos o no harás nada. Cumplirás conmigo sólo con quererme mucho. Y yo me daré el gusto de sostener a mi hombre, de regalarlo y mimarlo, de preocuparme con sus cosas y llevarlo hecho siempre un brazo de mar. Serás mi chulo; serás mi ?socio?, como dicen las de los barrios bajos... A veces me acuerdo de algunas vendedoras que he visto en la plaza de la Cebada, con sus enaguas muy almidonadas y sus buenos pendientes de oro. Ellas venden, trabajan, manejan

an calle, caminando entre macizos de verdura, por una avenida solitar

o de golpe al ponerse en contacto con esta soledad. Apretó más fuertemente el

me fuese

a petición que se considera imposible,

uento. ?Y ella, criatura de lujo, acostumbrada a las comodidades del dinero, quería seguirle en su incierta aventura!... No; estas resoluciones extremas únicamente son aceptables e

stás defendiendo, se encargarían de demostrarnos nuestra locura. Y tú callarías porque me quieres, y lo soportarías todo con resignación; lo creo; te conozco bien... ?Pero el remordimiento de haber accedido yo a tu locura! ?La tristeza de no haberme opuesto con mi experiencia de hombre!

atural largamente contrariada. Por fin se abría paso la desesperación, adormecida toda la tarde, enga?ada por los momentos de olvido voluptuoso. Y las lágrimas sucedían a las lágrimas, trazando luminosas tortuosidades sobre el fondo mate de su cutis. Al alzarse el velo para enjugarlas, Ojeda vio un triángulo de arrugas

do. ?Valor! Debía sobreponerse a sus em

Hasta este instante no había visto claro. Es cierto qu

e pie, intentando infundirla valor con palabras incoherentes. Los dos temblaban de frío sin darse cuenta de ello, estremecidos por el viento glacial q

le inmediata al paseo, las rojas

ndose-. Acabemos pronto; esto no puede durar

Sí; mejor sería. ?Para qué

busto, pero con paso vacilante, torciendo el rostro para no ver a Ojeda.

emos a pie hasta la Cibeles

ba su voluntad, y por esto aceptó como u

eración. Les bastaba sentirse el uno junto al otro, percibir las vibraciones de sus dos vidas con el roce de sus cuerpos puestos en contacto. Teri parec

erdas? La semana que viene hará

a?os! Y habían sido tan largos y nutridos como todo el resto de su vida... ?Más, mucho más! Su existencia anterior a

antes, cuando al morir su madre se vio en posesión de una fortuna algo mermada por sus prodigalidades de hijo de familia!... Sus amores en la buena sociedad habían alcanzado igualmente cierta resonancia. Aún guardaba en el pecho una ligera cicatriz, un puntazo recibido en un duelo con cierto se?or que, después de tolerar ciegamente todos los amigos anteriores d

triunfador en el Parlamento durante veinte a?os por la corrección con que sabía llevar la levita así como por sus discursos solemnes, que duraban tardes enteras ante los esca?os vacíos. Hablaba inglés y alemán, lo que le proporcionaba cierto prestigio misterioso, indiscutible, y cada vez que su partido era llamado al poder, su nombre figuraba el primero en la lista de ministros

ue desde el banco azul hacía resonar la cúpula con su voz grave y movía los brazos con tanta elegancia, era el autor de su existencia. Luego, cuando la afición a los versos le sacó del círculo solemne y entonado en que se movía su

no de su recuerdo, con esa facilidad de olvido que acompa?a a los hombres del teatro y de la política. Siempre que Fernando encontraba al jefe del partido o algún otro personaje ilustre amigo de su padre, era objeto de presentaciones. ?éste es el chico de Ojeda... ?Pobre Ojeda! Un hombre que valía mucho.? Y tras este responso co

e hombre. El hijo del eterno ministro, habituado a la adulación y a la influencia social desde los tiempos en que era estudiante, iba notando el vacío de la indiferencia en torno de su personalidad diplomática. Nada significaba ya ser ?el chico de Ojeda?. Ahora eran ?los chicos? de otros personajes de gloria más reciente los que merecían los empujones del favor. Además, una falta absoluta de adaptación le hacía chocar con los superiores, que le consideraban intolerable por su independencia. Empezaba a hablar con desprecio de ?la carrera?. En una Legación, el ministro, que había alcanzado sus ascensos, antes de que se inventasen las máquinas de escribir, por el primor caligráfico con que copiaba los protocolos, decía a Ojeda con irónica s

volidades de la vida diplomática... ?Para lo que valía la dichosa carrera! Su madre le enviaba todos los meses una cantidad tres o cuatro veces superior al sueldo que él percibía. Su hermana Lola, a pesar de que veía en él un conjunto de todas las gallardías y seducciones varoniles, protestaba contra las maternales larguezas. Todo para el hijo que andaba por el extranjero paseando su casaca dorada, y para ella, q

abía hecho su fortuna en la América del Sur, ayudado por algunos parientes. Era el talento administrativo de la familia, y Fernando se burlaba de su honrada simplicidad, sin dejar por eso de admirarle. Dominábalo su mujer con el prestigio del nacimiento: estaba orgulloso de ser el yerno póstumo del ?ilustre se?or Ojeda?, y recordaba sus glorias con más frecuencia que los hijos. La familia de la suegra proporcionaba igualmente grandes satisfaccio

En un mismo día charlaba de mujeres, juego y caballos con la juventud desocupada y elegante de los clubs aristocráticos; luego pasaba la tarde en el pobre estudio de algún artista ?independiente y desconocido?, tuteándose con mele

e un colmado con guitarristas, toreros, ?socias? de mantón y ?fraternales amigos? que le tuteaban y cuyos apellidos no conocía bien: homb

sus poesías... ?Magnífico! Era Musset. Lanzó otro tomo... ?Soberbio! Era Baudelaire. Publicó un tercer libro... ?Colosal! Era... el mismísimo Espíritu Santo hecho poesía. Los versos no estorban a nadie y son ocupación de gran se?or, por lo mismo que no dan dinero. Escribió un drama heroico, un drama caballeresco, la epopeya de lo

ejor distracción a su aburrimiento. Sabía de antemano lo que le preguntarían sus ilustres parientas, viejas pretenciosas de pelo te?ido y dentadura semejante a un juego de dominó. ?Pero grandísimo perdido, ?cuándo te casas?...? Y si él se resignaba a asi

, y luego a huir otra vez. La molestaban y la hacían reír a un tiempo la curiosidad malsana y la altivez miedosa de sus amigas. Fingían sorpresa al verla, la a

la había deseado con su ávida admiración juvenil. ?Qué mujer!... Pero ella, orgullosa de su belleza y de su nuevo rango, apenas se fijó en el modesto secretario de una Legación americana, de paso en París. Sólo tenía sonrisas para los personajes importantes que la rodeaban, y un gesto de agradecimiento para aquel viudo rico y viejo que, contrariando a sus hijo

erdad! Lo cierto fue que el viejo marido, dimitiendo de pronto su plenipotencia, se vino a vivir a Espa?a, unas veces en Madrid, evitando el contacto con sus hijos, a los que guardaba cierto rencor, otras en provincias, dedicándose, según decían, a grandes empresas agrí

ó sonriente y maternal por sus versos, que indudablemente no había leído, y por su drama, que no conocería nu

ho que es usted un

sonriente, con ex

según dicen, parec

sabiendo si enfadarse por estas palabras, y

osible enfadarse. ?Qué tipo tan interesante! Vamos a burlarnos

miraban de frente con una fijeza curiosa, como extra?ados de no haberse conocido antes, adivinando cada uno con rápida clarividencia lo que pensaba el otro; pensamientos que se desarrollaban fuera del curso de sus palabras. Al día siguiente

ed, Fernandito; sea usted bueno. Yo conozco algo de París, pero lo de a

mo, por impulso natural y fácil, sin enterarse ciertamente de cuál de los dos apuntó el primer intento y cuándo se inició la realizaci

o. Tú pensarás lo que quieras; tal vez me crees más fáci

desierto, los dos juntitos, desde lo alto de las Pirámides!? Y salían para Egipto. Y así fueron a contemplar, tomados del talle y con las cabezas juntas, el sol de media noche en Noruega, el Kremlin cubierto de nieve, las palmeras del oasis de Biskra y las azules corrientes del Bósforo, sin contar otras excursiones más vulgares en busca del canal veneciano la colina toscana o el lago suizo como fondo decorativo de un amor que a

. ?Calla, por Dios! Me repugnas cuando recu

irritación para desentra?ar los misterios del pasado. ?Qué existencia había sido la de Teri antes de que ellos se conociesen? ?Por qué murmuraban tanto de su vida

exiva en el gesto y unos ojos de misterio, como mujer que sabe

lvida eso; no te atormentes... No hubo nada; y aunque a

ón cerraba y justifi

ban alojamiento a ciertas aventureras, con grave peligro de la paz matrimonial. A fuerza de titularse ?Madame Ojeda? había olvidado su verdadera

tía a la que consideraba como una segunda madre, esta separación parecía enardecer sus celos. Al verse Teri por las tardes en el c

tantas picardías... ?A saber si estarás

es de ira se apelotonaba c

te para siempre, tenerte atado de una patita como un jilguero. Di: si nos casáramos, ?q

s cóleras. él, que al principio no deseaba saber y olvidaba voluntariamente el pasado con todas las vaguedades calumniosas que había oído acerca de Teri, sentíase poseído de pronto

guno!...-protestaba ella-. Créeme: tú

r creída... Ojeda también necesitaba creer. ?Para qué fatigarse en esta cacería del pasado! Y con

stallaba en María Ter

Joaquín!... ?Para lo

o por las cortas entrevistas que tenía con el viejo al v

ea. Esto va a terminar

ciese de interés. Ojeda la escuchaba con cierto remordimiento. ?Desear la muerte de un pobre se?or que no les había hecho da?o alguno y al que inferían desde lejos diariamente un sinnúmero de misteriosas ofensas! ?Qué cobardía!... Pero el egoísmo amoroso aca

les salió al encuentro algo que no habían conocido hasta entonces: el valor del dinero, lo difícil que es echarle la mano enc

o: un poco más de lo que ella pagaba a su doncella en París. Una parte de su fortuna procedía de la primera esposa y pasaba a los hijo

n viejo tonto, renunciando al amor?... Pero no; él era bueno y la quería. Muchas veces le había asegurado que dejaba las cosas bien arregladas para después de su muerte. Eran los otros, que intentaban robarla... Y desistiendo de la compra del revólver, se lanzó en las aventur

su ánimo le había repugnado siempre que el dinero del viejo

ejor así. Cuenta sólo conmig

o. Ojeda quedó perplejo, como si despertase ante el montón de papeles que le presentaba el ingeniero, y lo repelió con gesto de gran se?or. Nada adelantaba con examinarlos; lo que decía su cu?ado debía ser cierto. El pobre hombre se excusó con humildad. Había tardado en hablar, por miedo a que Fernando se disgustase; él estaba dispuesto a todos los sac

trabajar. Yo s

dinero!... ?Adiós las inconsciencias del pájaro errante, el desprecio por las previsiones del ma?ana!... Sus besos tenían muchas veces el crispamiento de caricias desesperadas; quedábanse de pronto absortos los dos y tenían miedo de preguntarse en qué pensaban. Algunas tardes,

l iba sufriendo una transformación, que no se escapaba a los ojos de Fernando. Transcurrían meses y meses sin que algo fresco viniera a adornar su belleza, ávida en otra época de costosas novedades. Al sucederse las estaciones reaparecían los mismos vestidos del a?o anterior, hábilmente retocados. Su guardarropa de París podía sacarla de apuros por mucho tiempo. Habla

us diversiones, orgullosa de ostentarla a su lado en teatros y fiestas. Era capaz de darle toda

ista, preguntaba a Ojeda por el estado de sus ne

o, satisfacía su demanda, Marí

o. Pero en fin, como hemos de casarnos, todo lo nuestro debe ser común. Cuando yo salga

s del club tan inexpertos como él. El juego contribuía igualmente a disminuir su fortuna. De tarde en tarde una ganancia le inspiraba gran fe en el porvenir, y traía como c

s negocios peninsulares. Las conversaciones con este se?or, que comía muchas veces en casa de su sobrino, escuchado y admirado por toda la familia cual un héroe triunfante, fueron para Ojeda como otros tantos latigazos aplicados a su voluntad dormida. La ascensión realizada por este antiguo rústico y otros muchos de su clase, ?por qué no

ndo más; y aún así, podría ir y volver algunas veces. Ella debía hacerse la ilusión de

r aprobar su resolución. Sí, debía partir; era mejor que trabaja

tiverio de la usura los collares de perlas y las joyas luminosas. Un sacrificio de dos a?os: ni uno más. Todos saben que en América basta este tiempo para que un hombre inteligente conquiste riquezas. ?Las consiguen allá tantos imbéciles!... Recordaban algunas comedias en las que el protagonista enamorado sale al final del primer acto camino del Nuevo Mundo para hacer fortuna, y al empezar el segundo ya es millonario y

a el zarpazo de lo inmediato, de lo inevitable. Y Ojeda, al despertar de esta vertiginosa evocación de recuerdos que sólo había durado algunos segundos y abarcaba todo un período de su existencia, se v

de Cibeles-.No, no me beses: me haría mucho da?o; no tendría

volvía la cabeza por no verle. De pronto, ll

e la caja vetusta y crujiente se alejaban sus esperanzas, la razón de ser de su vida. ?Y así eran en realidad las grandes separaciones,

rse de él. ?Tío, tráenos un loro... Tío, una mona... Cuando vuelvas, acuérdate, tío, de traer un negrito...? Y su hermana, que había tomado un aire protector con la emoción de la partida, le sermoneaba maternalmente. A ver si hacía allá una vida más seria y remediaba sus locuras. El marido aprobaba la cordura conyugal con afirmaciones optimista

le acompa?asen su hermana y su cu?ado, evitándose así las últimas expansiones familiares. Cerca de la estación vio, al doblar una esquina, el Teatro Real. ?Adiós, recuerdos! ?Adiós, María Teresa! Ella e

maletas, y un coche de alquiler inmóvil, con el cochero so?oliento y el caballo husmeando el suelo. Algo blanco, encuadrado por una ventanilla, se agitaba en su obscuro interior. La luz de un farol de gas arrancó de este bulto un reflejo irisado, un fulgor de piedras preciosas. Ojeda, sin darse cuenta de su avance, se v

rte una vez más. Me he escapado del Real... No podía vivir pensand

Fernando tuvo que apartarse. Una rueda pasó junto a sus pies. Al borrarse instantán

unos cuantos faroles, astros perdidos en las tinieblas, bajo el enorme caparazón de hierro de

ia!... Llenaba casi todos los compartimientos del vagón, y en torno de ella y de una monta?a de equipajes

errocarriles a través de sus lentes de oro. Cerca de ella tres jóvenes elegantes, las hijas, y dos igualmente adornadas, pero de mayor edad: las cu?adas del se?or. Un poco más lejos la suegra, venerable matrona vestida de negro, de aire ase?orado y resuelto, que cuidaba de las ni?as más peque?as. Luego los hijos varones, que eran muchos, y a Ojeda le producían el efecto visual de una tubería de órgano cuando por casualidad se colocaban en fila, de mayor a menor. El más grande con

oncella gallega, con vestido negro y cuello y pu?os masculinos; otra de pelo cerdoso, achocolatada de tez, los ojos achinados, oblicuos. Y la familia entera con un aspecto de audacia tranquila, de inmutable atrevimiento

a a vivir siempre en un cuadro de abundancia y comodidades! ?Lo que tendría detrás de él aquel caballero puesto de chaqué y sombrero de media c

, en busca de fortuna. Como él no, indudablemente peor: en un buque de vela, llevando bajo el brazo los zapatos para prolongar su uso, aceptando los ranchos de a bordo como un regalo desconocido... Tal vez llegaba él un poco tarde, pero raro sería que no le

a blanca, con las plumas ondulantes sobre el peinado y dos astros en las orejas, le hizo recordar que tenía ante

an labores y hojeaban revistas. Los músicos habían desaparecido. El silencio noctu

decidió a

er la música del mago, y con la música las palabras: palabras de poeta, de uno de los más grandes poetas de amor que han existido, grandiosas y fuertes, dignas de héroes. La walkyria, convertida en mujer, estremecida aún por la sorpresa de la iniciación carnal, se despide de Sigfrido, el héroe virgen que acaba igualmente de conocer el amor. El afán de aventuras, de nu

para acompa?arte en tus correría

que se inflama mi co

ás tú Sigfrido y

e halle, los dos

te aguardo quedará

más que uno, allí dónde

miradas en nosotros!... Alejados el uno del otro, ?quién nos se

resplandeciente estrell

, lumbrera victoriosa!

stra lágrimas y miremos de frente las sombras del porvenir sin miedo alguno, con la certeza de que hemos de ser más poderosos que el destino. Digamos igualmente: ?Alejados el uno del otro, ?quién nos separará?... Separados el uno

. A un lado, paredes blancas y charoladas reflejando la luz de los faros eléctricos del techo, y sillones abandonados en larga fila; al lado opuesto, una barandilla forrada de lona, ostentando entre columna y columna, como adorno decorativo, unos rollos salvavidas de color rojo con el nombre del buque pin

vacilante a un hombre vestido de

acabase de beber en la taberna de Auerba

n novedad para él. Confesaba a Fernando que tenía hambre y se había vestido con anticipación, creyendo adelan

earemos en Tenerife. Fíjese en mí, noble amigo: creo que para u

brillantez del buque, la limpieza del suelo, la prodigalidad del alum

fuese la casulla del culto del estómago; cerveza fresca como el hielo, música gratis a cada instante, y una adorable sociedad: una sociedad condenada a vivir junta, así se enfade o esté alegre, a mostrarse cada uno con su verdadera fisonomía, pues no hay comediante que sostenga sus fingimientos en una representación tan larga y continua...

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