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Amatista y Enzo han estado unidos desde la infancia, enredados en un destino que los marcó desde el primer momento en que cruzaron miradas. Pero su historia no es la de un amor puro y sencillo, sino la de una obsesión profunda, una pasión indomable y una lucha constante entre el poder y la entrega. Él, un hombre criado para dominar el mundo de los negocios y las sombras, cuya presencia es sinónimo de control y peligro. Ella, una mujer que aprendió a moverse entre la élite con astucia, pero sin perder su esencia, dispuesta a desafiar las reglas que él mismo impone. Durante años, fueron todo el uno para el otro, hasta que una traición los rompió en mil pedazos. Amatista huyó, llevándose consigo un secreto que podría cambiarlo todo. Enzo, consumido por el deseo de recuperarla, la persiguió incansablemente, incapaz de aceptar su ausencia. Pero el reencuentro fue explosivo. Entre verdades a medias, celos insaciables y una guerra de voluntades, Enzo la arrastró de nuevo a su lado, dispuesto a hacerla suya, sin importar las consecuencias. En un mundo donde el poder lo es todo y la lealtad se compra con sangre, Amatista y Enzo deberán enfrentarse no solo a sus propios demonios, sino a las amenazas que acechan desde las sombras. Con aliados que pueden convertirse en traidores y enemigos que podrían ser la clave de su supervivencia, tendrán que decidir si su amor es lo suficientemente fuerte para resistir el peso de sus propias decisiones. Porque en esta historia, el amor no es suave ni gentil. Es salvaje, peligroso... y absolutamente irrenunciable.
Amatista miraba el reloj por quinta vez en menos de un minuto. Las manecillas marcaban las nueve, pero ella sabía que Enzo no llegaría sino hasta pasadas las diez, como solía hacer cada vez que volvía al lugar donde la mantenía. Le llamaba su refugio, su pequeño santuario, pero ella sabía que detrás de esas palabras había una única intención: Enzo la ocultaba del mundo, y aunque Amatista estaba resignada a eso, también había noches como esta en las que deseaba ser algo más que su objeto más deseado.
Con un suspiro, recorrió con la mirada la mesa que había dispuesto con esmero. El mantel de encaje blanco caía en cascada sobre los bordes, y sobre él descansaban los platos, cubiertos y copas de cristal. Había puesto flores en el centro, velas que esparcían una luz tenue y suave, y al lado de su plato estaba la botella de vino tinto que Enzo prefería. Había cuidado cada detalle para que todo fuera perfecto, tal como sabía que él lo esperaba.
Una sonrisa se dibujó en sus labios cuando recordó su sorpresa al mirarse en el espejo. Había elegido un vestido negro de seda, con un escote sutil y detalles elegantes en encaje. El largo de la falda era perfecto, lo suficiente para insinuar sin mostrar demasiado. Se maquilló con cuidado, resaltando sus ojos marrones y aplicando un tono suave en los labios. Sabía bien cómo quería que él la viera, y cada toque en su apariencia estaba pensado en él.
Era su amor, sí, pero también era una obsesión que lo consumía y que ella aceptaba, aunque no siempre entendiera del todo la profundidad de ese sentimiento. Él la llamaba "gatita" con un tono que combinaba afecto y posesión, un apodo que ella aceptaba con una mezcla de sumisión y orgullo. Ella, por su parte, lo llamaba "amor", no solo porque lo sentía, sino porque sabía que era lo único que Enzo realmente quería escuchar de sus labios.
La primera vez que la llamó así, había sido un murmullo durante una aventura de niños, y esa palabra se quedó grabada en ella. Enzo Bourth la había hecho suya en más de un sentido, y esa noche estaba decidida a que él sintiera que cada segundo de su esfuerzo valía la pena.
Diez y cuarto. El sonido del motor del auto la hizo enderezarse y mirar hacia la puerta. Enzo estaba aquí, y su corazón comenzó a latir con fuerza, una mezcla de emoción y un nerviosismo familiar que siempre surgía cuando él llegaba después de una ausencia prolongada. No quería que él notara esa ansiedad, así que respiró hondo y mantuvo su postura perfecta, tranquila, aunque cada fibra de su ser anhelaba verlo y sentir su mirada en ella.
La puerta se abrió y él entró, llenando el ambiente con su presencia. Enzo Bourth, el hombre alto y corpulento de piel blanca y ojos oscuros, de mirada seria y voz ronca, que aún en su cansancio y expresión severa no dejaba de ser encantador y seductor. Su mirada la recorrió desde los pies hasta la cabeza, deteniéndose en cada detalle, y en sus ojos apareció una chispa de satisfacción, un reconocimiento de que ella había cumplido su rol a la perfección.
Amatista mantuvo su sonrisa, un gesto suave y calculado, sabiendo que a él le gustaba verla siempre serena, siempre encantadora. -Gatita -murmuró él, acercándose y tomando asiento a la mesa con la misma confianza de siempre.
-Amor -respondió ella en un susurro, usando el apodo que sabía que a él le gustaba escuchar, y se acercó para servirle vino.
El silencio reinó mientras ambos comenzaban la cena, un silencio que ella sabía que él valoraba. Enzo nunca había sido hombre de muchas palabras; prefería observar, escuchar, dejar que el momento hablara por sí solo. La comida, que había preparado con tanto cuidado, parecía gustarle, y eso la hizo sentir satisfecha. Mientras él comía, Amatista lo miraba de reojo, disfrutando de cada gesto, cada movimiento, cada expresión de aprobación que cruzaba por su rostro.
-La cena está deliciosa, gatita -comentó él al fin, con ese tono bajo y profundo que parecía resonar en el aire.
Ella sonrió, sintiendo una calidez recorrer su pecho. Sabía que para él la perfección no era solo un deseo, sino una exigencia. Desde que Enzo la había reclamado como suya, ella había entendido que cualquier defecto o fallo en ella no era aceptable, y aunque eso a veces la hacía sentir como si fuera solo un reflejo de lo que él deseaba, había noches como esta en las que estaba dispuesta a ser exactamente lo que él quería.
Mientras servía el postre, se atrevió a preguntarle algo, manteniendo la voz suave y cuidadosa. -¿Cómo fue tu día, amor?
La expresión de Enzo cambió ligeramente. No estaba acostumbrado a compartir detalles, y ella lo sabía. Su mundo era uno que la mayoría del tiempo estaba vedado para ella. -Complicado, gatita -respondió él, desviando la mirada.
Amatista, ansiosa por comprender un poco más de él, insistió suavemente: -¿Algún problema con tus negocios?
De inmediato, vio la sombra de enojo cruzar el rostro de Enzo. La línea de su mandíbula se tensó, y ella supo que había cruzado un límite. Antes de que él pudiera decir algo, Amatista adoptó una expresión juguetona, inclinándose un poco y rozando su mano contra la de él de manera coqueta.
-Perdón si soy muy curiosa... Solo quería asegurarme de que todo esté bien. -Su voz se tornó un susurro seductor, y en sus ojos había una chispa que lo desarmó por completo.
Enzo la observó en silencio, y después de un instante de tensión, su expresión se suavizó. Con una leve sonrisa, tomó su mano, apretándola con suavidad. La fascinación que sentía por ella era evidente, un deseo que lo dominaba y que a veces lo hacía vulnerable.
-Todo está bien ahora que estoy aquí contigo, gatita -le aseguró él.
Amatista sintió que sus mejillas se calentaban ante la intensidad de sus palabras. Sabía que él la amaba, pero también que ese amor estaba impregnado de una obsesión que era tanto dulce como peligrosa. Era suya, y él la veía como la pieza prometida que siempre había deseado, la recompensa que su padre le había augurado antes de morir. Amatista era el premio por el cual Enzo había aceptado el mundo oscuro en el que ahora vivía, y eso le daba a su amor una intensidad única.
Al terminar la cena, Amatista se acercó un poco más, y, tomando aire, le hizo una propuesta. -¿Te gustaría un baño, amor? Puedo prepararte algo relajante, creo que lo necesitas.
Enzo la miró, una ceja ligeramente arqueada, como si la oferta lo sorprendiera. Pero después de un momento, asintió. -Está bien, gatita. Será agradable.
La sonrisa de Amatista se amplió mientras lo llevaba al baño, donde ya había preparado el ambiente. Las velas, el aroma suave en el aire, y el agua caliente esperándolo. Enzo comenzó a quitarse la camisa, y ella, tomando un poco de valor, se acercó para ayudarlo, deslizando el tejido de sus hombros con suavidad. Sentía cómo su corazón latía rápido, pero mantenía la compostura, recordando siempre ser perfecta.
Cuando él se sumergió en el agua, Amatista se sentó al borde de la bañera, y mientras él cerraba los ojos, ella comenzó a acariciar sus hombros y su pecho bajo el agua. Sentía el calor de su piel, la dureza de sus músculos bajo sus dedos, y su respiración comenzó a acelerarse, consciente de la cercanía.
Sin abrir los ojos, él murmuró: -Gatita...
Amatista sonrió, inclinándose y dejando que sus labios rozaran su mejilla en un beso suave. -Estoy en mi periodo, amor... pero eso no significa que no pueda cuidarte.
Él abrió los ojos, y en su mirada había una mezcla de deseo y aprobación. La tomó del rostro, acercándola aún más, y la besó, un beso profundo, intenso, que la hizo perderse por completo en él. Sentía cómo su respiración se aceleraba, cómo su corazón latía desbocado mientras él la besaba con esa pasión que solo él podía darle.
Los besos se hicieron más profundos, más intensos, y Amatista sintió que el mundo se desvanecía alrededor de ellos. El agua, las velas, el silencio de la noche... todo parecía desaparecer en la calidez de ese momento, en la fuerza de su conexión. Enzo era su amor, su dueño, su todo.
Cuando los besos comenzaron a perder intensidad, Amatista se separó suavemente, dejando que su frente descansara contra la de Enzo mientras ambos recobraban la respiración. Sus manos aún acariciaban su pecho bajo el agua, trazando pequeños círculos con las yemas de sus dedos, sin dejar de mirarlo con esa devoción que era solo para él. Enzo suspiró y le dedicó una sonrisa que parecía relajar incluso sus facciones más endurecidas. Con un último roce en su mejilla, él salió del agua, y Amatista, con ternura, le ofreció una toalla, ayudándolo a secarse.
Ambos se cambiaron para descansar: Enzo se puso ropa cómoda, mientras que Amatista dejó el elegante vestido que había usado para la cena y se deslizó en su pijama suave, de tonos claros. La intimidad que compartían en cada pequeño gesto le hacía sentir que todo en ella existía solo para él.
Finalmente, se dirigieron a la cama, en esa comunión silenciosa que a ambos les era tan familiar. La luna derramaba su luz plateada por las ventanas, bañando la habitación de tonos suaves y relajantes. Amatista se acomodó bajo las sábanas, y Enzo, después de apagar las luces, se acostó junto a ella. Sin dudarlo, la rodeó con sus brazos fuertes, atrayéndola hacia él. Con la calidez de su respiración rozándole el cabello, se inclinó hacia ella y susurró:
-Eres mía, gatita... Solo mía.
Amatista sintió cómo su corazón se aceleraba con aquellas palabras, y al cerrar los ojos, una sonrisa serena iluminó su rostro. Se acomodó más cerca, dejando que sus cuerpos se entrelazaran, rodeada por sus brazos y su posesión absoluta. La noche avanzó, y juntos, enredados en la calidez de la otra persona, se dejaron llevar al descanso, seguros de que en ese rincón del mundo, al menos en ese momento, estaban en paz.
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