Vestida con su uniforme azul marino, empujaba el carrito de limpieza mientras se aseguraba de no interrumpir el tránsito de los empleados. Sabía cómo moverse sin ser notada, cómo desaparecer entre las sombras del brillo corporativo. Pero esa mañana, su rutina se vio interrumpida de la manera más inesperada.
Justo cuando doblaba una esquina, su hombro chocó contra un cuerpo firme y cálido. El impacto la hizo dar un paso atrás, y el sonido del café derramándose sobre el suelo pulido la hizo contener la respiración.
-¿Estás bien? -La voz grave y masculina la sacó de su aturdimiento.
Alzó la mirada y se encontró con unos ojos oscuros e intensos, analizando cada detalle de su rostro. Andrés Salazar. CEO de la firma. Dueño del edificio. Uno de los hombres más poderosos del país.
-Yo... sí, lo siento, señor. -Elena bajó la vista de inmediato, agachándose para limpiar el desastre que había causado.
-No te preocupes por eso. -Su tono era despreocupado, pero había algo en su mirada que la estudiaba con una curiosidad que la incomodaba.
Ella intentó concentrarse en absorber el líquido con las servilletas, pero sentía el peso de su mirada. No estaba acostumbrada a que alguien como él le prestara atención. Andrés no era solo un hombre apuesto, sino alguien que emanaba un carisma arrollador. Con su traje a medida, su cabello oscuro perfectamente peinado y su expresión de seguridad absoluta, parecía un hombre acostumbrado a obtener lo que quería con una simple palabra.
-No creo haberte visto antes. -Su tono fue más relajado, como si estuviera intentando entablar conversación.
Elena lo miró de reojo. Sabía quién era él, pero le sorprendió que él siquiera notara su presencia.
-Trabajo en el equipo de limpieza. Generalmente, en los turnos nocturnos.
-Curioso, porque nunca olvido un rostro. -Sonrió con un dejo de intriga.
Ella bajó la mirada y siguió con su tarea. Lo último que necesitaba era llamar la atención de alguien como él. Terminó de limpiar y se puso de pie, alzando la vista por última vez antes de dar un paso hacia atrás.
-Disculpe la molestia, señor Salazar. No volverá a ocurrir.
Él frunció ligeramente el ceño. No estaba acostumbrado a que la gente se alejara de él tan rápido.
-Andrés. -Corrigió.
Elena parpadeó.
-¿Señor?
-Llámame Andrés.
Ella sintió una punzada de desconcierto. ¿Por qué un hombre como él insistía en algo así?
-Debo volver al trabajo. Con permiso.
Se giró y se alejó, sintiendo todavía el calor de su mirada siguiéndola. No esperaba volver a cruzarse con él. No después de ese accidente. Pero no imaginó que Andrés Salazar ya la tenía en la mira.
Esa noche, Andrés no podía sacarse de la cabeza la imagen de Elena. Era inusual para él. No solía perder el tiempo pensando en nadie más allá de los negocios. Pero había algo en ella... algo diferente.
No era como las mujeres con las que solía estar. No intentaba impresionarlo, no buscaba su atención. Y, quizás por eso, la quería aún más.
A la mañana siguiente, cuando llegó a su oficina, su asistente ya tenía su agenda lista.
-Señor Salazar, tiene reunión con el comité financiero a las nueve, almuerzo con inversionistas a la una, y la presentación de proyectos a las tres.
-Añade una reunión más.
Su asistente levantó la vista de la tablet.
-¿Con quién?
Andrés sonrió con ese aire de autosuficiencia que lo caracterizaba.
-Con Elena Rivas.
La asistente parpadeó, visiblemente sorprendida.
-¿La señorita Rivas? ¿Del equipo de limpieza?
-Sí. Consíguela y dile que quiero hablar con ella en mi oficina.
La asistente dudó por un momento, pero asintió y salió a cumplir la orden. Andrés entrelazó los dedos y se recostó en su silla.
No sabía qué le intrigaba más: si la extraña atracción que sentía o la forma en la que ella parecía inmune a su presencia.
Lo que sí sabía era que no iba a dejar pasar la oportunidad de averiguarlo.