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Su Alteza por Error

Su Alteza por Error

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5 Capítulo
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¿Qué harías si un día te dicen que debes convertirte en una princesa... solo porque tienes la cara de una? Elena jamás soñó con coronas, castillos ni cuentos de hadas. Su meta era sobrevivir a los exámenes, tomar café barato y no morir de ansiedad antes de graduarse. Pero cuando la archiduquesa de Luxemburgo desaparece misteriosamente y unos desconocidos la buscan solo porque es su copia exacta, su vida da un giro tan ridículo que parece sacado de una serie mala. Ahora debe aprender a caminar con tacones imposibles, memorizar reglas absurdas y fingir que pertenece a un mundo donde cada gesto es calculado. Todo estaría más o menos bajo control... si no fuera por Leandro von Falkenhayn: el prometido oficial de la archiduquesa, príncipe de mirada afilada, sonrisa peligrosa y cero paciencia para farsantes. Él sospecha. Ella improvisa. Y entre fiestas de gala, secretos de palacio y un beso que nunca debió ocurrir... Elena empieza a perder de vista quién es en realidad. Porque en este cuento retorcido, nada es lo que parece, y el mayor peligro no es ser descubierta... sino enamorarse.

Capítulo 1 Una Puerta, Dos Coronas

¿Sabes esos días en los que te despiertas tarde, tu café sabe a rayos, tu roommate ha usado tu secador y encima llueve justo cuando decides lavarte el cabello? Bueno, ese fue mi lunes. Aunque para ser honesta, casi todos mis lunes son una tragicomedia digna de Netflix. Solo que este... bueno, este venía con un plot twist real al final.

Me llamo Elena Whitmore. Tengo 21 años, estudio literatura en Londres y mi plan de vida es... bueno, no tener uno todavía. Me gustan las series románticas, el ramen instantáneo, y evitar toda actividad que implique correr o usar tacones. Así que imagínate mi cara cuando literalmente me llegaron a ofrecer una corona.

Pero espera, no nos adelantemos.

Esa mañana desperté tarde porque apreté "posponer" como cinco veces en el despertador del móvil. Salté de la cama con el cabello como si hubiese dormido en una licuadora y me vestí a toda velocidad, lo cual en mi mundo significa: jeans, sudadera de Hogwarts y unas zapatillas que han visto mejores días.

–¡Lucy! ¿Te comiste mis tostadas? –grité desde la cocina al ver mi plato vacío.

–¡No! ¡Eran huérfanas! –me respondió mi compañera de piso desde el baño.

Claro. Huérfanas. Así les llama cuando me roba el desayuno. Mientras trataba de aceptar mi destino de desayunar aire, mi móvil vibró con una notificación: clase en diez minutos. Perfecto.

Salí corriendo con la mochila colgando de un solo hombro, un cuaderno que no era el mío, y la convicción de que probablemente me iban a echar por acumulación de ausencias. En clase, el profesor Hammond me miró como si acabara de soltar una cabra en su aula. No lo culpo, llegué justo cuando estaba cerrando la puerta. Entré tan agitada que mi inhalador se activó solo en mi bolso. Muy elegante todo.

Después de clases, decidí premiarme por sobrevivir el día con una bebida de esas carísimas que parecen postre disfrazado de café. Me senté en la ventana de la cafetería de siempre y abrí mi laptop, lista para escribir... o al menos hacer que lo intentaba mientras stalkeaba a mi ex en Instagram (spoiler: sigue saliendo con la chica que parece influencer pero trabaja en una veterinaria. La vida es injusta).

Volví a casa con los auriculares puestos, cantando en voz alta creyendo que estaba sola en la calle. Spoiler dos: no lo estaba. Un chico me miró raro. Sonreí como si nada, pero por dentro deseé desaparecer.

Y justo cuando me estaba quitando los zapatos en la puerta de mi departamento, pasó.

TOC TOC.

Miré por la mirilla esperando ver al repartidor. O tal vez Lucy había olvidado su llave otra vez. Pero no. Allí estaban dos personas. Un hombre alto con traje negro, gafas oscuras (a pesar de que estaba nublado) y expresión de "sé más de ti que tú misma". Y junto a él, una mujer elegante, pelo recogido, labios rojos y algo que parecía una carpeta oficial bajo el brazo.

Tragué saliva.

Abrí la puerta lentamente. –¿Sí?

–¿Señorita Elena Whitmore? –preguntó el hombre con acento europeo elegante, como esos espías en películas de James Bond.

–Depende. ¿Qué hice?

La mujer sonrió, y no de una forma tranquilizadora. Era la sonrisa de alguien que está a punto de decirte algo que va a arruinar -o mejorar- toda tu existencia.

–Venimos en representación del Gran Ducado de Luxemburgo –dijo ella–. Necesitamos hablar con usted sobre la archiduquesa Amalia Therese.

Parpadeé.

–¿Perdón? ¿Eso es... un país de verdad?

Ambos se miraron.

–¿Puedo pasar? –preguntó la mujer, ya entrando como si mi departamento fuera suyo.

Y fue ahí, justo ahí, con mi calcetín agujereado asomándose, las zapatillas tiradas al lado del felpudo y el café derramado en la mesa, cuando supe que mi vida había dejado de ser normal.

Y lo peor de todo... aún no tenía idea de cuánto iba a cambiar.

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