Su mundo no podría ser más perfecto. Tenía todo lo que deseaba y lo que no lograba tener a su alcance, lo conseguía con un simple batir de sus pestañas. En su cabeza, el resto de su vida estaba limpiamente planeado y calculado: se casaría con el amor de su vida, tendrían una bonita casa, un perro y serían felices por siempre, así que, ¿qué podría salir mal? Sin embargo, su idílica utopía se fue directo al infierno cuando despertó un día con una terrible resaca y, peor aún, con un acta de matrimonio que ella no recordaba haber firmado. ¿Cómo reaccionarían sus padres cuando se enteraran que se había casado con el hijo de la mujer que ellos más odiaban en el mundo? ¿Cómo tomaría su novio la noticia de que había contraído matrimonio con alguien más? Y lo que resultaba más desconcertante: ¿por qué había decidido no terminar el matrimonio inmediatamente?
Las manos de Edith se sentían tibias sobre mis mejillas y la pulsera de perlas que llevaba en la muñeca estaba clavándose en mi piel.
Levanté el rostro y la miré con diversión, haciendo mi mejor esfuerzo en no soltar una carcajada por la cara de concentración tan ridícula que mostraba: su frente profundamente ceñida, sus labios sumamente fruncidos y sus párpados fuertemente cerrados.
Lo mejor era el sonido de supuesta meditación que estaba emitiendo.
-Uhmmm...
-Edith, esto no está...
-Shh-apretó con más fuerza su agarre en mi rostro y puse los ojos en blanco, sonriendo.
-Anda ya, Buda-la molesté-. Me saldrán raíces del trasero si sigo sentada aquí por más tiempo.
Edith dejó caer las manos a sus lados y me lanzó una mirada de exasperación.
-Leah, estoy tratando de hacerte un fa-vor-se defendió-. Tus chakras podrían estar terriblemente desordenados y tu pobre alma en desgracia podría terminar en el infierno.
Enarqué las cejas, sin estar en absoluto convencida.
Mamá decía que había sacado eso de papá. Eso y mi manía de mirar a todos los demás como si no pudieran sumar dos más dos.
-De acuerdo, tú ganas-se rindió, al tiempo que se acomodaba sobre el hombro la larga cabellera clara-, pero deja de mirarme como si fuera estúpida.
Me incorporé de un salto y le pasé el brazo por los hombros, instándola a caminar junto a mí para llegar al edificio principal; seguramente Jordan y los demás estarían ya esperando por nosotras.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro al imaginar la cara que pondría mi novio cuando le contara que-nuevamente- había sido el conejillo de indias de Edith en su incansable obsesión por encontrar la religión perfecta que llenaría de plenitud y felicidad su vida.
Aunque debía admitir que después de pasar por el chamanismo y el shintoismo, el budismo no sonaba tan mal.
-¿De qué te ríes?-preguntó mi amiga con curiosidad-. A veces me asustan tus reacciones, ¿sabes? Eres tan rara.
-Mira quién habla-contraataqué dándole un golpecito con mi cadera-. Pensaba en Jordan.
Ella resopló y se deshizo de mi agarre.
-Obviamente. Tu pequeño cerebro no puede pensar en otra cosa, mononeurona.
Abrí la boca fingiendo indignación y acelerando mis pasos para ir a la par.
-¿Perdón? Lo dices porque estás celosa. No es mi culpa que la gran Edith Morgan no pueda conseguir pareja.
Mi mejor amiga me asestó un golpe en el hombro y una risa se escapó de mi garganta.
-No es que no pueda conseguir a cualquiera, es que no quiero a cualquiera-clarificó y reí con más ahínco.
-Claro, lo que tú digas.
-En verdad. Los chicos de nuestra edad son tan idiotas-recalcó con dramatismo-. Lo mejor que podría hacer es conseguirme a alguien mayor, ya sabes, más maduro, como un sugar daddy.
La miré a mitad de camino entre la incredulidad y la diversión.
-¡Por Dios, Leah! No me mires como si tú nunca lo hubieras pensado. En verdad, ¿qué se sentirá estar con un hombre maduro, experimentado, guapo?-sacudí la cabeza y Edith esbozó una sonrisa maliciosa-. Ahora que lo pienso, a tu padre los años le han asentado maravillosamente. Él sería un perfecto sugar daddy.
-No, no. Alto ahí, loca-la amenacé deteniendo su andar en seco con un dedo acusador-. Ni se te ocurra. Además, mi madre te cortaría el cuello, estoy segura.
-¿Y quién no?-clavé mis ojos en ella con horror.
Soltó una carcajada y me dio un manotazo, al tiempo que retomaba su camino.
-Okay, entonces tu papi está fuera de mi alcance.
-A mil años luz, diría yo-remarqué con decisión.
-Bien, ¿y qué tal si me presentas tu hermano mayor? Erik está buení...
-Ni en un millón de años-la corté, divertida-. Además, nunca dejaría a Claire. Hasta donde yo sé, la adora.
Edith bufó derrotada y la interrumpí de nuevo cuando abrió la boca para decir otra estupidez.
-Y ni se te ocurra mencionar a Damen, sólo tiene quince años-la rubia se retiró un mechón de cabello del rostro con hastío y agachó los hombros.
-¡Leah, no es justo!-berreó- En serio, ¿qué clase de ritual hicieron tus padres? Todos ustedes son ridículamente...-gesticuló, tratando de encontrar la palabra correcta dentro de su disparatada cabeza-Atractivos.
-Es la naturaleza-dije con petulancia, retirándome el cabello oscuro del hombro con parsimonia, para otorgarle más dramatismo-. Se llaman genes, por si no los conocías.
-Si llimin ginis-me imitó con voz aguda-. Maldita zorra presumida.
Volví a reír.
La veo en fotos, revistas y en televisión. La conozco. Ella me conoció. Mantengo la esperanza de que vuelva, que deje los vicios, que acepte que su vida no gira en torno a excesos. La quiero devuelta, para volver a ser lo que nunca fuimos. Todos los personajes le pertenecen a Meyer
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