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Andrés Beltrán, un CEO poderoso e implacable, ha construido un imperio desde la nada. Pero su vida da un vuelco cuando es diagnosticado con una enfermedad rara, degenerativa y sin cura conocida. Atrapado en un matrimonio de apariencias con una mujer que solo ve en él un símbolo de estatus, Andrés siente que su tiempo se acaba... hasta que el destino lo obliga a cruzarse con Elena Serrano, su primer amor. Elena es ahora una prestigiosa investigadora médica que, sin saberlo, lleva años trabajando en el estudio experimental de la misma enfermedad que amenaza la vida de Andrés. Cuando se reencuentran, ambos descubren que la chispa del pasado sigue viva, pero entre ellos se interpone más que una historia inconclusa: secretos, dolor y la posibilidad de una cura que aún es incierta. Mientras el reloj avanza, Andrés debe enfrentarse a la verdad: no teme a la muerte... sino a morir sin volver a amar.
El sonido de la lluvia repicando contra los ventanales era lo único que llenaba el silencio del comedor. Andrés Beltrán contemplaba su copa de vino sin tocarla, mientras al otro lado de la mesa, su esposa parecía más interesada en su teléfono que en él.
-¿Cuánto tiempo más vamos a fingir esto? -preguntó finalmente, con la voz áspera, quebrada por el cansancio.
Catalina levantó la vista, sin sorpresa, sin emoción. Solo fastidio.
-¿Fingir qué? ¿Un matrimonio que nunca existió? -respondió, dejando el teléfono a un lado-. Tú sabías perfectamente lo que era esto desde el principio, Andrés. No te hagas el ingenuo ahora.
Él sostuvo su mirada, pero no dijo nada. Ya no tenía fuerzas para discutir.
Catalina se levantó con elegancia. Caminó lentamente hacia él, deteniéndose a su lado como si estuviera frente a un extraño.
-Eres un hombre muerto -susurró con una media sonrisa que no contenía compasión alguna-. Y lo sabes. Si no fuera por el acuerdo entre nuestras familias, nunca te habría hecho caso. Nunca.
Andrés apretó los puños bajo la mesa.
-Tres años de matrimonio, Catalina. Y ni una noche juntos.
-¿Y tú esperabas otra cosa? -rio con ironía-. No pienso entregarme a un hombre con quien no voy a pasar el resto de mi vida... y mucho menos darle un hijo. ¿Para qué? ¿Para dejarlo huérfano antes de que aprenda a caminar?
Dicho eso, dio media vuelta y recogió su bolso del respaldo de la silla.
-Esta noche tengo una cena. No me esperes.
Salió del comedor sin mirar atrás. Su perfume se disipó rápido, pero el veneno de sus palabras se quedó suspendido en el aire, como una sentencia.
Andrés se quedó solo. Otra vez.
El silencio volvió, solo interrumpido por el leve golpeteo de la lluvia y los ecos de su respiración agitada. Sentía el corazón pesado, el cuerpo cansado. Como si cada día su propia piel se le volviera ajena.
Entonces, su celular vibró sobre la mesa. Era Lucía, su asistente personal.
-¿Sí? -contestó con voz baja, desganada.
-Señor Beltrán, lo siento por la hora. Solo quería informarle que hemos recibido confirmación del Instituto Ardent, en Noruega. Es un equipo de científicos que lleva más de ocho años estudiando la misma enfermedad que usted padece. Los informes muestran un avance considerable, y han aceptado recibirlo como parte del programa privado de observación clínica.
Andrés se incorporó lentamente en su silla.
-¿Están seguros? ¿No es solo otro experimento sin resultados?
-No, señor. Esta vez no. El laboratorio ha estado colaborando con una red de investigadores en Europa. Tienen datos sólidos, y según el doctor Sforza -el neurólogo que lo había atendido los últimos meses-, es su mejor oportunidad. Ya hice los preparativos. El vuelo está programado para dentro de tres días. Solo necesitamos su aprobación para confirmar.
Andrés tardó unos segundos en responder. Luego se llevó la mano al rostro, cansado.
-Hazlo. Confirma todo.
-Entendido, señor.
La llamada terminó, pero algo se había encendido en su interior. Era tenue, casi imperceptible, pero ahí estaba: la sensación de que aún no todo estaba perdido.
Se sirvió el vino al fin. Lo bebió de un trago.
Tal vez su esposa tenía razón: era un hombre muerto... pero aún respiraba. Y mientras pudiera hacerlo, no pensaba quedarse cruzado de brazos.
La ciudad amanecía con una capa densa de nubes grises, como si el cielo imitara el peso que arrastraba Andrés Beltrán sobre sus hombros. Desde el ventanal de su oficina en el piso treinta y siete, observaba el tráfico avanzar lentamente por la avenida principal, indiferente al paso del tiempo o a la vida de quienes se apagaban detrás de cristales y fachadas de concreto.
Tenía una taza de café entre las manos, pero ya no sentía el calor. Últimamente, casi nada lo tocaba.
Lucía entró sin anunciarse, como siempre hacía cuando lo veía ausente.
-Buenos días, señor Beltrán -dijo con voz serena, dejando una carpeta sobre su escritorio-. Le traje los informes de cierre fiscal y la agenda previa al viaje.
Él apenas giró la cabeza. Lucía era de las pocas personas que no le hablaban con miedo ni con compasión. Por eso seguía a su lado, después de tantos años.
-¿Alguna novedad con lo del instituto?
-Todo confirmado. Los doctores firmaron el acuerdo de confidencialidad y el paquete médico fue enviado por mensajería diplomática. Su traslado ya está cubierto, y el equipo del laboratorio Ardent lo recibirá apenas aterrice en Oslo.
Andrés asintió, sin entusiasmo.
-Perfecto. ¿Algo más?
Lucía dudó un momento antes de hablar.
-Catalina llamó esta mañana. Dijo que no lo acompañará en el viaje. Que está muy ocupada con los eventos de la fundación.
Andrés soltó una risa seca. No esperaba otra cosa.
-Catalina nunca me ha acompañado a nada. No iba a empezar ahora.
Lucía no respondió. Sabía que en esa casa no había lugar para el amor. Solo contratos y apariencias.
-¿Y la junta? -cambió él de tema.
-Todos estarán esta tarde. Aunque ya se filtró la noticia de su viaje... algunos miembros del directorio especulan que es por motivos de salud.
Andrés apoyó la taza sobre el escritorio y entrelazó los dedos.
-No están equivocados.
-¿Quiere que prepare un comunicado?
-No. Solo quiero que estén callados. Aún soy el presidente. Nadie va a mover un dedo mientras yo respire.
Lucía lo miró en silencio. Admiraba su fuerza, pero también podía ver las grietas bajo la superficie. Andrés ya no era el mismo hombre que había construido Beltrán Group desde los cimientos. Caminaba más lento. Dormía poco. Tosía a escondidas.
Era un hombre que se iba apagando.
Ese mismo día, Andrés asistió a la junta directiva. Entró a la sala como siempre: impecable, sereno, con el traje oscuro a medida y la mirada firme. Pero quienes lo conocían sabían que algo había cambiado.
-Señores -comenzó, de pie al frente-. En tres días me ausentaré temporalmente por cuestiones personales. La vicepresidenta interina será Valeria Montoya. Confiarán en ella tanto como confían en mí.
-¿Personales? -preguntó uno de los accionistas, con voz cargada de duda-. ¿De salud?
Andrés lo miró sin pestañear.
-Personales. No responderé preguntas.
Nadie dijo nada más. Andrés no solía dejar espacio para el debate. Aun así, cuando salió de la sala, sintió que algo lo seguía. No eran pasos, ni sombras. Era ese peso invisible que cargan los que se despiden sin decir adiós.
Esa noche, volvió a casa más tarde que de costumbre. Catalina no estaba. El comedor seguía intacto, con las luces apagadas y el aire sin aroma. Tomó una copa de whisky y subió al estudio. Allí, donde nadie entraba, donde las paredes estaban forradas de libros y recuerdos olvidados, encontró una caja de madera que no abría desde hacía años.
La destapó con cuidado. Fotografías antiguas. Cartas dobladas. Un boleto de tren.
Un mechón de cabello atado con una cinta roja.
Suspiró. No por nostalgia. Por dolor. Porque antes de convertirse en el hombre que era ahora, había sido otro. Había soñado. Había amado. Había sido feliz.
Pero eso ya no importaba.
Se recostó en el sillón de cuero, cerró los ojos y dejó que el silencio lo envolviera.
Al tercer día, el jet privado lo esperaba en el hangar de la empresa. Lucía lo acompañó hasta el abordaje. Le entregó una carpeta con documentos, pasaportes, credenciales médicas.
-¿Está seguro de querer ir solo? -preguntó, sabiendo la respuesta.
-Sí. Esto tengo que enfrentarlo por mi cuenta.
Ella le dio una mirada larga, sin palabras, y él le ofreció una pequeña sonrisa, de esas que no llegan a los ojos.
-Gracias por todo, Lucía.
Ella asintió. No le dijo adiós. Nunca le gustaron los finales.
Andrés subió al avión. Cerró los ojos en cuanto se sentó y dejó que el rugido de los motores se llevara consigo todo lo que no quería recordar.
Pero mientras el avión despegaba y el cielo gris se abría ante él, una idea empezó a formarse en su mente. Pequeña, persistente.
¿Y si aún existía una razón para sobrevivir?
Todavía no lo sabía.
Pero estaba por descubrirla.
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