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Iván Castillo, enólogo de origen humilde, vivía una existencia desoladora en la suntuosa finca de los Ramírez. Su esposa, Lina, y su hija, Luciana, solo tenían ojos para Máximo Salazar, ignorándolo olímpicamente como si fuera un don nadie. La indiferencia se convirtió en puñalada cuando, tras un accidente de Luciana, Lina lo humilló públicamente, presentándose con Máximo como la familia perfecta. Pero el golpe mortal llegó con la noticia del fallecimiento de su anciana madre, Elena, su único pilar en la vida. Lina y Luciana se negaron fríamente a asistir al funeral, dejándolo solo con su dolor. Lo que siguió superó todo límite: a su regreso, descubrió que Máximo, con la aprobación de Lina y el aplauso de Luciana, se había devorado las empanadas caseras de su madre, el último recuerdo tangible que tenía de ella. ¿Cómo era posible tal crueldad? ¿Cómo podía la mujer que amó, la hija que protegió, pisotear con tanta saña la memoria de su madre? La visión de las cajas vacías y la fría trivialización de Lina. En un instante, el dolor se transformó en una claridad helada: la sumisión había terminado. Mirándola a los ojos, Iván pronunció las palabras que cambiarían su destino para siempre: "Quiero el divorcio. Ya no las quiero, ni a ti ni a Luciana."