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"Estoy embarazada, Ximena" , la voz de mi madre me paralizó. Yo también esperaba un bebé, y ella, a sus cincuenta y tres años, acababa de anunciarme su propio embarazo con una alegría adolescente que me heló la sangre. La noticia, lejos de ser un motivo de celebración, desató una siniestra revelación. Mis padres, presas de una obsesión por tener un hijo varón, me exigieron que financiara a su nuevo heredero. "Tu hermano va a necesitar muchas cosas... Es lo justo" , sentenció mi padre, como si mi vida y mis recursos fueran suyos. No solo querían mi dinero, querían despojarme de la casa que mi abuela me dejó, mi único refugio. Cuando me negué, su indiferencia se transformó en pura malicia. Me atacaron verbalmente, me acusaron de egoísta, y cuando el estrés me llevó a un parto prematuro, ni una sola llamada recibí. Mi hijo, nuestro milagro, luchaba por su vida en la incubadora, mientras a ellos solo les importaba su "varón". "¿Me estás pidiendo que, mientras mi hijo prematuro está en una incubadora, vaya a tu casa a cuidarte a ti y a tu hijo sano?" , les pregunté, la incredulidad tiñendo mis palabras. Su respuesta, un rotundo "sí", dejó al descubierto la grotesca avaricia que los consumía. En ese instante supe, con una certeza helada, que la batalla no era solo por dinero o propiedad, sino por mi propia existencia.