Cuentan las leyendas que tiempo atrás existió un héroe que guio a los hombres hacia su libertad. Cuenta el mito que aquel guerrero, al que los siglos han recordado como Edunai Kirindel, empuñó en sus manos las armas forjadas por los dioses para acabar con la tiranía de los crueles Yinn. Entre ellas se encontraba el Fragmento Ámbar, una perla, una lágrima de una diosa por sus hijos caídos, contenedora de la esencia divina y de un poder sin límites. Sin embargo, siglos después, el Imperio que forjó Edunai se ha quebrado y las reliquias que empuñó se perdieron en el tiempo. Sus descendientes, herederos de los restos de un imperio roto, luchan por recuperarlas y empuñarlas de nuevo. Ante este escenario de tensión y maquinaciones políticas, una joven huérfana llamada Scarlett se verá envuelta en un conflicto de escala mundial. Su intervención, sin duda alguna, afectará al destino de todos, tanto reyes como plebeyos.
El anciano ciego azotó una vez más los leños que ardían en la hoguera, tratando de despertar un fuego que parecía haberse dormido. Cuando por fin lo consiguió se arrimó a las llamas como si estas fueran la cura para todos sus males, y volvió sus ojos invidentes hacia donde oía respirar a su interlocutor.
-¿Qué estaba yo diciendo...? -gruñó-. Oh, sí, ya me acuerdo. Me habías preguntado cómo era el mundo antes de que el cielo oscureciera... Me temo, muchacho, que esa es una buena pregunta, oh, sí... Aún conservaba yo la visión cuando ocurrió. Antes, el cielo era... azul. Un color azul profundo, oscuro a veces, y claro otras. Capaz de la mayor calma y la mayor ira intempestiva. Bello. Nunca aprecié su belleza cuando aún podía verlo. Y ahora... su recuerdo se desvanece en mi memoria. Ya casi no puedo recordar... cómo era el cielo antes de que todo oscureciera.
El viejo permaneció en silencio durante algunos minutos, frotando sus manos nudosas cerca de las llamas, tratando de entrar en calor. El baile del fuego que había revivido se reflejaba en sus pupilas blanquecinas.
-Por aquel entonces era un joven idiota y estúpido... -continuó el anciano-. Perdí mi primer ojo por una bravata, una disputa sin sentido que nunca tendría que haber ocurrido. Fue en un tiempo lejano, cuando pertenecía a una orden... un clan de guerreros con un estricto código. Cuando lo infringí... me castigaron con un estigma de deshonor. Un ojo ciego, una herida de por vida, en mi cuerpo y en mi alma. El segundo ojo no lo perdí hasta hace unos años, después de que el cielo oscureciera. Un espadazo me lo rajó en una contienda, y nada más volví a ver desde entonces. Sabes, muchacho, lo último que piensas cuaåndo pierdes un ojo, es que vayas a terminar perdiendo también el otro. Quizá parecerá una tontería... pero nunca creí que los dioses tuvieran tanta mala fortuna reservada para mí.
Sus ojos ciegos parecieron centellear con furia durante un segundo.
-Pero... ¿cómo era realmente el mundo, antes de que todo oscureciera? -preguntó el muchacho que le acompañaba en aquella noche eterna.
-¿Qué cómo era...? No era mejor que ahora, si es eso lo que me preguntas... Había guerra, había muerte y había sangre. Como siempre las ha habido. El mundo ha sido siempre una aberración nacida del Abismo, no es otra cosa... El hombre que pisó las tierras en el comienzo de los tiempos lo mancilló todo. Manchó el mundo con su espíritu corrupto. Lo único que ocurre ahora es que el paisaje se ha convertido en el reflejo de su podredumbre. Los árboles caen, secos y sin vida, y las flores se marchitan antes siquiera de llegar a florecer. El mundo se ha convertido en un desierto. Pero nada más ha cambiado, aparte del paisaje, muchacho... nada. El mundo siempre ha sido el valle olvidado y maldecido por los dioses que pisas ahora. Siempre... ahora simplemente se muestra tal y como es en realidad.
-¿Pero por qué lo permitieron los dioses...? -susurró el chico-. ¿Por qué dejaron que el mundo se corrompiera de esta forma?
-Los dioses ni lo permitieron ni lo impidieron, chico -respondió el ciego-. Los dioses fueron los culpables. Ellos tuvieron la culpa, por crear a un ser como el hombre, con la semilla del mal sembrada en su corazón, y por ofrecerle después un poder que nunca debería haber caído a su alcance. El Fragmento Ámbar... el Abismo maldiga el día en que aquella joya maldita llegó al mundo. A partir de ese momento, todo fue a peor. Y ahora nosotros, cientos de años después, estamos pagando las consecuencias.
-Había oído... historias. Cuentos sobre unos seres que fueron creados para llevar al hombre por el camino correcto. Creo que los llamaban...
-Yinn. Yinn, los llamaban -dijo el viejo-. Yo vi uno una vez, ¿sabes...? No solo lo vi, sino que además lo maté.
-¿Pero qué eran exactamente aquellas criaturas?
-Los Yinn fueron los primeros hijos de los dioses, chico... -relató el anciano, echándose hacia delante-. Seres de magia, seres de gran poder, que dominaban a su antojo los elementos. Semidioses, si así prefieres que los llamemos. Su cometido, según explicaban los sabios de la antigüedad, era instruir a las razas mortales. Convertirse en sus guías, ayudar a su desarrollo. Aquello que hizo que el hombre comenzara a separarse del resto de animales, pues los Yinn se lo enseñaron todo. La forja, el habla, la escritura, la construcción, e incluso la magia...
El muchacho miró al fuego, pensativo, y se rodeó las rodillas con los brazos.
-Pero si su... misión era ejercer de guías de los hombres... ¿por qué...?
-¿Por qué se volvieron en su contra? -interrumpió el ciego, esbozando una sonrisa torcida-. ¿Por qué, cuando habían cumplido con su cometido, y los hombres podían valerse por sí mismos, decidieron permanecer en el mundo en lugar de desvanecerse tal y como los dioses les habían ordenado?
»Esa, muchacho... es la gran pregunta. Durante siglos se pensó que era por una ambición descontrolada que había nacido en su interior. Que decidieron no conformarse con lo que los dioses les ofrecían, sino que querían ir más allá. Gobernar a la humanidad durante toda la eternidad... Pero esa es una mentira tan grande que hasta me entran ganas de reír. No, muchacho, no fue cuestión
de sed de poder. Los Yinn decidieron quedarse en esta tierra porque conocieron el lado corrupto de los hombres, su lado podrido. Vieron la monstruosidad que los dioses habían creado, y sintieron un pánico auténtico a la simple idea de dejar tales criaturas sueltas a su antojo.
El viejo se frotó de nuevo las manos, y exhaló su aliento sobre ellas para tratar de calentarlas de nuevo.
-Ellos lo supieron, e intentaron hacer algo para evitar la destrucción del mundo. Pero los Yinn perdieron la guerra por culpa del poder del Fragmento Ámbar, y ahora...-el anciano gesticuló con las manos, señalando el páramo que les rodeaba-. Ya puedes ver quién tenía razón.
El muchacho se arrebujó en su capa. El viento seco que provenía de las llanuras desérticas se helaba a medida que la noche descendía. A lo lejos, en el horizonte, un punto de luz anaranjada brillaba en el cielo, por debajo de los nubarrones negros que todo lo cubrían.
-Fascinante, ¿no es cierto...? -dijo el ciego, adivinando la dirección en que el muchacho miraba-. Allá arriba, incandescente... Un sol por debajo de las nubes. La luz de los otros astros no ha visto la tierra desde el día del Advenimiento, pero ella... No, ella no deja nunca de brillar. Aun ciego, aun estando tan lejos... puedo notar el poder que irradia. El fuego que la consume y la regenera sin cesar.
-Hay quienes dicen que no es realmente una diosa...-dijo el muchacho, sin despegar la mirada del punto que brillaba en la lejanía-. Que una vez no fue más que un ser humano, igual que nosotros.
-En un tiempo quizá lo fue, sí, pero en nada se parecía a nosotros -atajó el viejo-. Había más... pureza en su interior. Más claridad. Pero ahora es lo que es, chico, no importa lo que digan. Es una diosa que brilla en el cielo, incandescente. Y nunca dejará de brillar. Es lo único que aún nos da luz. Lo único que nos separa de la oscuridad absoluta, de la muerte y la locura.
»Y aun así... sus rayos ambarinos son los que nos permiten recordar día tras día qué fue lo que perdimos. Cada día, la diosa que brilla en el cielo nos recuerda la corrupción que ha consumido el mundo. La podredumbre que todo lo ha infectado. Es al mismo tiempo el tesoro más valioso que poseemos y también aquello que más odiamos. Un constante recordatorio. Aún puedo recordar sus palabras, sí... como si las estuviera oyendo ahora mismo.
Aun sin ver, los ojos ciegos del anciano se volvieron instintivamente hacia el lejano lugar desde el que llegaban los rayos de luz ámbar.
-«Os derramaréis la sangre los unos a los otros por el pedazo de tierra yerma y seca que dejaré tras de mí...» Y cuánta razón tenía... cuánta, cuánta razón...
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