: El amor n
de estas paredes llenas de retratos viejos, de tapices descoloridos... secretos de familia, supongo. Y una tristeza que se pegaba a la piel, como la humedad. Aquí estaba yo, Emily Spencer, en mi sillón rojo de siempre, la manta de lana a medio cae
eía que la vida era un lienzo blanco. Pero sus ojos... rojos, brillantes de llorar... contaban otra historia. Un corazón roto.
ara con la mano, la voz rota de vergüenz
esperaba sentir. Pobre criatura, pensé. Tan joven, tan vulnerable, con el alma al aire
or los años, pero firme, como si quedara algo d
desaparecer. Le ofrecí té, el vapor subiendo en espirales bajo la luz tenue, pero negó con la cab
novio, Tom. Cuatro años juntos, y él la había dejado por otra. Sin mirar atrás. Corazón roto y un montón de preguntas sin res
e era para siempre. Que era él. ¡Qué tonta fui! ¡Qué tonta! -Su voz se quebró, y cada
se una mano arrugada en la rodilla, un gesto torpe pero sincero. -¿Quieres que te cuente una
entender. -¿Una historia? -repitió, co
te ayude a entender algo que yo aprendí demasiado tarde: que el
, como una niña esperando un cuento. Pero lo que iba a escuchar no tenía nada de magia. Miré el fuego, las llamas
nando mis pulmones. -Todo empez
landa, rosas y lirios que perfumaban el aire con una dulzura empalagosa. Las voces llenaban el espacio, un murmullo de risas forzadas. Hombres de traje oscuro, mujeres con joyas que deslumbraban... todos moviéndose como actores en una
usto, el bajo rozando el suelo con una elegancia que me hacía sentir como un maniquí. A los dieciocho, mi cuerpo había
mperio, una herramienta para alianzas con otras familias ricas. Esa noche, mi "regalo" no fue
o de un molde de "hombre ideal": impecable, elegante, aburrido hasta la médula. Pasamos la noche juntos, en una mesa apartada, rodeados de brindis forzados y
para detectar cualquier error. La noche terminó con un apretón de manos y una promesa vaga de vernos de nuevo. Cuando subí a m
o de un magnate hotelero, me llevó a un restaurante tan caro que ni siquiera había precios en la carta. Habló de sí mismo durante tres horas, de sus logros, sus planes, su vida. -Eres preciosa -dijo al final, ac
crecer. Parecía más interesado en su móvil que en mí, y en nuestra segunda cita, con una torpeza patética, me pidió matrimonio. -Te
me miraba como si yo fuera otra de sus propiedades. Su voz era un látigo, y cad
es. Pero su perfección era una fachada; no tardé en descubrir que llevaba una doble vida, llena de fi
e susurraba promesas al oído mientras sus manos bajaban más de lo debido, buscando
, la voz con un amargor que el tiempo no había quitad
os, como si cada palabra fuera un golpe de rea
tas, en todos esos bailes, en todas esas sonrisas forzadas, yo no era m
imenea, iluminando las sombras que se movían en mis arrugas, ca
que me haría creer en el amor y luego me mostraría su peor cara. Miré a Jannet, cuyos ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y esperanza,
rro-. Porque lo que viene no es un cuento de hadas. Es