La primera fi
encer, tan perfectos con sus setos y rosales, se veían apagados, como si la naturaleza sintiera mi propia angustia. Quizás era una señal, una advertenci
ue casi me asfixiaba, llenó el aire. Llevaba el pelo recogido en su moño impecable, el vestido de lino azul tan rígido como ella. -¡Arriba, Emily! -d
ro día en el que mi vida no era mía. Me senté en la cama, el camisón de seda resbalando, y la miré sin decir nada. No ha
te que dejaba poco a la imaginación. Mi cuerpo, que ya no era el de una niña, era ahora un trofeo que debían exhibir, una herramienta para cerrar tratos. -Henry ya habló con los Caldwell -d
dían mi futuro sin preguntarme. Resistirme era inútil; ya lo había intentado antes, con preguntas tímidas o súplicas silenciosas, y siempre obtenía la misma respuesta: "Esto
abajo. -Perfecta -murmuró, pero no era un cumplido, sino una evalu
castaño cayendo en cascada, ojos verdes con una mezcla de inocencia y rebeldía, una figura que el vestido azul resaltaba
nas podía soportar. Mi madre supervisaba cada detalle, asegurándose de que no hubiera ni un error. Mi padre, encerrado en su despacho,
ctaban sombras danzantes en las paredes. La música clásica, interpretada por un cuarteto, flotaba en el aire, tan falsa como las sonrisas de los invitados. Hombres de traje oscu
siempre las mismas: una mezcla de admiración y cálculo, como si estuvieran valorando una mercancía. "Qué hermosa es tu hija, Henry", decían, y él
io, con el pelo perfectamente peinado hacia atrás, llevaba un traje gris que parecía hecho a medida. Sus ojos, de un azul claro casi transparente, no
para besar el dorso de mi mano. Sus labios estaban fríos, y el
desde el otro lado del salón, me observaba con ojos de halcón, lista para corregir cualquier paso en falso. Mi padre,
como un latigazo, sacándome del sopor de la fiesta. Las luces de Londres parpadeaban a lo lejos, un recordatorio de un mundo a
o de repente, su voz suave
rprendida.
detestar. -Ser tan deseada -murmuró, como si ha
a, reducida a una imagen, a un ideal que yo no había pedido. Solo miré las luces de la ciudad, pr
pasado. Hablaba con la seguridad de quien sabe que su audiencia está obligada a escuchar. No me preguntó nada sobre mí, ni sobre mis sueños, ni sobre
álida pero autoritaria. -Nuestros padres tienen grandes expectativas -susurró ce
ro de mí se tensó, como un resorte a punto de romperse. Comprendí, en ese instante, que esto no era una cita. Era una ev
me dolió en el alma. Las palabras salieron mecánicas, ens
, charlamos con otros invitados, sonreímos para las cámaras que capturaban cada momento. Interpretamos el
onto -dijo, inclinándose para rozar mis labios con los suyos. El beso fue frío, vacío,
superficie calmando el ardor de mi piel. Respiré hondo, tratando de contener las lágrimas que querían salir. El prim
había empeza