proc
oz de la brutalidad humana en tu contra. Puede que la respuesta sea sencilla: la justicia puede hacerse venganza y golpearte de revés, si la i
ita bofetada que resonó en tu oído largo rato. Al volverte, el rostro del otro estaba allí, retándote burlón, alimentando su fama con tu indecisión. Te preguntaste por qué, sin hablar, si
o. Tu madre y sus dichos, su jerga provinciana. «Si me entero que Bicho te vuelve a dar un sopapo y no le rajas la cabeza, voy a ser yo quien te pele, con un cuje guayab
te una estaca de marabú. Tus brazos se movieron sin que lo quisieras y golpeaste a Bicho justo donde se hacía la raya en el pelo. Luego, estabas fascinado por la manera abrupta en qu
, medio bueno, medio malo. Tu tiempo en la cárcel afinó ese don de aplicar correctivos y transformar lobos en ovejas. Siempre oculto y sibilino, para no volver tras las rejas. Mas algunos confundieron tu mansedumbre con guanajería. Como aquel inspector, que se encarnó en ti cuando montaste tu negocito particular. Mes tras mes amenazaba mu
ensiva, a punto de irse, aunque por suerte no murió. Pudiste visitarlo en su cubículo y deleitarte
vía en la cuadra. Aurelio se la cogió contigo. No vivía, el pobre, de lo atento que estaba a cada movimiento que hicieras. Te espiaba sin pudor alguno, por las persianas o desde
asa. En la mañana estuviste atento a su reacción. Listo para el momento del cambio. A
cino, junto a otro oficial de alto rango. Resultó que Aurelio era un policía camuflado. El otro jerarca mostró un video donde se veía claramente como lanzabas la mierda. Aurelio estaba filmando en ese m
se te llenó la copa. Lo ofendiste, en todas las formas en que un hombre puede ser ofendido. Chivato, sulacrán, mira huecos, maricón, tar
nía su reputación. Por eso en cuanto estuviste tras las rejas envió gente a darte una paliza. Cinco o seis, con palos y mangueras. No era para matarte, pero parece que se les fue
eternos. Cavilando en tu desdicha, si algún pensamiento queda en el hombre después que cruza al otro lado. Y por ello gritas. Desaf