Asha se arrodilló junto al lecho de su madre, cuyos suspiros eran tan frágiles como las cenizas que el viento arrastraba por la choza. El rostro de la mujer, marchito por la fiebre y los años, seguía siendo hermoso para Asha, no por lo que mostraba, sino por lo que recordaba: una risa fuerte, unas manos que sabían curar, una voz que contaba historias junto al fuego.
-No tienes que hacerlo -susurró su madre. Sus labios apenas se movieron.
-Sí, madre. Debo. -Asha le tomó la mano, tiritante y húmeda. Le había puesto compresas toda la noche, pero el calor no bajaba. Ni las hierbas. Ni las plegarias. Nada bastaba.- Es la única forma de salvarnos. De salvarte.
Su madre quería llorar, pero no tenía lágrimas. Solo ceniza en la garganta, como todos en Nareth.
Fuera, los cuernos rituales comenzaron a sonar.
Asha se estremeció.
-Ya vienen -murmuró su madre. Cerró los ojos. El sol apenas se asomaba sobre las cumbres, pero el humo lo teñía de rojo sangre.
Se levantó con manos decididas. No era una niña. Pero tampoco había tenido tiempo de ser mujer. La pobreza en los Altos devoraba los años como las brasas devoran los leños viejos.
Tomó la túnica parda de los oferentes. No era bonita. No debía serlo. Las túnicas debían cubrir el cuerpo, borrar las formas, anular la identidad. El Fuego Mayor no tomaba individuos. Tomaba ceniza humana.
Su madre abrió los ojos con esfuerzo. Levantó una mano huesuda y en ella sostenía una trenza de cabello. Vieja. Marrón. Enlazada con hilo de cobre.
-Tu lazo de niña -dijo. Su voz era más humo que sonido.
Asha lo tomó. Lo ató a su cuello. Sintiendo una quemadura invisible. Un peso sin medida.
-No olvides quién eres. Aunque te quiten el nombre.
Asha no respondió. Besó la frente febril y salió. No había tiempo para lágrimas.
En la plaza, los aldeanos ya se reunían. Cien jóvenes, todos con la edad exacta, todos silenciosos. Hijos del hambre, del humo, del miedo.
Cada año, el Imperio enviaba a uno de sus Custodios para elegir un tributo. Un joven. O una joven. Nadie sabía para qué eran llevados. Algunos decían que eran convertidos en servidores del fuego. Otros, que eran quemados vivos como ofrendas para alimentar la llama sagrada que mantenía el mundo girando. Asha no creía en ninguna de esas historias. Creía en una sola verdad: el que se iba, nunca volvía.
Y si se ofrecía, su familia recibía pan. Hierbas. Carbón. Medicina. Por un año entero.
No era un sacrificio.
Era un trato.
Las trompetas cesaron. Una columna de fuego cruzó el cielo como una herida llameante. Y del cielo bajó la figura del Custodio.
Era alto, imponente, vestido con ropajes negros ribeteados de cobre. Su rostro cubierto por una máscara de obsidiana. Sin boca. Sin ojos. Sin alma.
Caminó sin hablar. Los ancianos del pueblo se inclinaron hasta tocar la tierra. El Custodio se detuvo frente a los jóvenes. El aire se hizo denso. La temperatura subió como si el sol hubiese descendido de golpe.
Uno por uno, los miró. O eso parecía. Aunque nadie sabía qué había tras esa máscara. Algunos decían que los Custodios ya no eran humanos. Que habían sido consumidos por la memoria del fuego.
Cuando llegó a la mitad de la fila, Asha dio un paso adelante.
-Yo me ofrezco -dijo. Su voz rompió el aire como un cuchillo. No tembló. No dudó.
El Custodio se detuvo. Lentamente, levantó una mano y la señaló.
El pueblo exhaló al unísono. Murmullos. Silencio. Suspiros.
Asha fue tomada.
No supo si fue alivio o tristeza lo que sintió. Solo caminó, siguiéndolo. Las piedras estaban calientes bajo sus pies descalzos. No se giró para mirar atrás. Si lo hacía, se rompería.
El Custodio extendió una esfera de fuego ante ella. Flotaba. Vibraba. Y sin una palabra, la empujó dentro.
Asha cruzó el umbral de fuego. No hubo dolor. Solo un destello, un zumbido profundo, y un vacío en el estómago.
Cuando volvió a abrir los ojos, ya no estaba en Nareth.
Estaba en las entrañas del Imperio.
El aire era pesado, lleno de resina y humo dulce. Estaban en una cámara subterrránea, iluminada por vetas de magma que corrían por las paredes como ríos vivos. Células de obsidiana flotaban en el aire, vibrando con un lenguaje que no comprendía.
El Custodio caminó por un puente de piedra, y ella le siguió. Su cuerpo comenzó a sudar, su corazón latió con fuerza. Pero no podía hablar. No debía preguntar.
Al final del puente, tres figuras la esperaban. Dos mujeres con rostros cubiertos por velos carmesí, y un anciano de piel quemada, cuyos ojos eran como carbones apagados.
-Esta es la oferente -dijo una de las mujeres, como leyendo un verso antiguo.
El Custodio asintió, y se retiró sin una palabra.
Asha quedó sola frente a ellos.
-Nombre -ordenó el anciano.
Ella abrió la boca, pero recordó las palabras de su madre. Y cerró los labios.
-Silencio, entonces -dijo el anciano-. Serás catalogada como "F-921".
F. De fuego. O de ofrenda. O de olvido.
Asha no protestó. No tembló. Era fuerte. Debía serlo.
Las mujeres la despojaron de su túnica. Le lavaron el cuerpo con ceniza aromática y le marcaron la espalda con un símbolo incandescente que no llegó a ver. Dolía. Pero no gritó.
Recibió un nuevo atuendo: lino oscuro, y un collar de hierro. Sin adornos. Sin alma.
Esa noche durmió en una célula de piedra. Con otras tres jóvenes. Ninguna habló. Todas temblaban.
Asha no.
Pensaba en su madre. En el pan que llegaría a la choza. En las hierbas que aliviarían la fiebre.
Pensaba que ese sufrimiento tenía sentido.
Afuera, la llama eterna ardía en lo alto del Templo del Recuerdo.
Y Asha, la hija de humo, empezaba a entender lo que significaba ser memoria viva.