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El aire acondicionado del hospital era helado, pero nada comparado con el vacío en mi pecho. Mi rodilla, destrozada, era el final brutal de mi carrera como bailarina, de mi sueño, de mi vida entera, hecha añicos en una sola noche. Mateo, mi prometido y coreógrafo, el hombre que amé y en quien confié ciegamente, me dio champán "para la buena suerte" antes de la función. Minutos después, en el escenario, el mareo me invadió y mi rodilla cedió con un chasquido horrible. Ahora, en esta estéril cama, la neblina de los sedantes se disipaba y escuché voces que no debieron estar juntas: ¡Mateo y Camila, mi mejor amiga y rival! "¿Estás segura de que nadie sospechará?", susurró Mateo. La risa de Camila fue baja y cruel: "Todos vieron cómo Sofía se desplomó sola. Un trágico accidente. Su rodilla está destrozada, nunca volverá a bailar. El papel principal es mío, por fin. Y tú, serás el coreógrafo más famoso, ¡conmigo como tu musa!" Un beso húmedo y prolongado selló su traición. Me habían destrozado el cuerpo y el alma. Quería gritarles, abofetearlos, pero una frialdad calculadora se apoderó de mí. Él entró, tomó mi mano con una ternura fingida, pero su teléfono sonó y su expresión cambió. Era ella: "Camila se siente mal, voy para allá", mintió, y me dejó sola con el eco de sus mentiras. Las enfermeras confirmaron mis sospechas: "Pobre la chica de la 203. Su novio no se ha despegado de la otra bailarina". Cada palabra fue una puñalada, pero entre la oscuridad surgió una idea. Con manos temblorosas, marqué un número. "Alejandro, soy yo. Tu propuesta de matrimonio... ¿sigue en pie?"