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Ricardo regresó a casa una semana después de nuestra pelea, desdibujado por la fatiga, ignorando mi anhelo de respuestas. Su evasión, su silencio, y esa maldita barrera de ruido que encendió en la televisión, me hicieron sentir pequeña, insignificante. Pero la verdadera fractura se reveló en su laptop: carpetas ocultas bajo el pérfido nombre "Mi Amor Verdadero", revelando dos años de un romance "platónico" con Estrella. "Eres la única mujer que he amado de verdad," le escribía mi esposo, describiendo nuestro matrimonio como un desierto, mientras ella se regodeaba en la idea de ser su "esposa ante Dios". ¡Y lo peor no era el sexo, sino esa devoción enfermiza, el dinero, los viajes, y cómo él manipuló su carrera a costa de la de otros! La verdad me golpeó mientras los veía, a él y a su "musa", brindando en el restaurante, ignorando mi existencia, y mi rabia, pura y volcánica, me cegó. Destrocé una botella de vino y grité mi dolor en ese restaurante, solo para verlo acunar a ella, no a mí, mientras yo caía al suelo, humillada. En el hospital, mi familia política me acusó de arruinar su carrera, y mi propia madre me pidió perdonar "un pequeño desliz" por el bien de la familia. La humillación se grabó a fuego cuando los vi, Ricardo y Estrella, en el jardín del hospital, él besando su cabello mientras ella lloraba, y de repente, la calma. Supe que, si querían guerra, la tendrían, y que yo, la "loca", no me divorciaría. No sin antes desatar mi propia tormenta y exponer su "amor puro" al mundo, cueste lo que cueste.