Dicen que el corazón gitano nunca se equivoca y que ama solo una vez en la vida. Vadim es el nuevo rey del campamento gitano, está comprometido con Dinka, pero ella tiene otro amor, un amor secreto con el mejor amigo de su prometido... ¿Qué pueden hacer? Dinka se escapa con Spiro, su gran amor, pero esa decisión, como todas las decisiones, acarreará consecuencias inesperadas. Un romance que llevará a malentendidos, desgracias y mucho dolor, no solo a ellos, también sus rencores se traspasarán a sus hijos y quizá sean ellos quienes tengan que pagar el mayor de los precios.
Junio de 1992
El campamento era un caos. El incendio en la carpa de Kali, el rey de los gitanos, no solo estaba arrasando con su hogar, también arrebataba la vida de varios de los ancianos del clan sin que nadie pudiera hacer nada, el fuego los ha-bía dejado encerrados sin que ninguno pudiera escapar.
Cerca de las dos de la mañana, los bomberos lograron apagar por completo el fuego. Por la falta de agua en el sec-tor, no se pudo hacer más. Al menos, la carpa del rey estaba lo suficientemente lejos de las demás y eso evitó que el in-cendio se expandiera a las otras, de otro modo, quizá la his-toria habría sido diferente y mucho peor.
La mañana sorprendió a todos en pie, negras nubes ta-paban el sol, parecía como si hasta el cielo estuviera de luto.
Siete personas murieron aquella noche: el rey y seis de los jefes de las familias más emblemáticas; se estaba tratando un tema muy especial, por lo que no todos los jefes de fami-lia se encontraban allí, solo algunos.
―Ahora no tenemos rey ―dijo Bavol―, ¿qué debemos ha-cer?
―Su heredero natural debe tomar el puesto ―respondió Dima, hermana del rey muerto.
―Vadim, tendrás que tomar el puesto de tu padre ―le habló Melalo, el otro hermano del rey, al joven―, yo sé que este momento es de mucho dolor para ti, pero tú eres brujeal uliyilia , de familia real, nuestra casta es de reyes y tú tienes que convertirte en nuestro cralli ahora que tu padre ha muerto ―sentenció con firmeza.
―No sé si estoy preparado ―contestó el joven muy acon-gojado.
―Si tú no te sientes preparado, a lo mejor llegó la hora para que otro tome tu puesto. Otro con más experiencia en la vida ―lo azuzó con orgullo disfrazado de preocupación.
―Eso significaría renegar del legado de mi padre ―contestó con el corazón roto.
―Entonces, hazte nuestro rey ―exigió el otro―. Un rey no puede poner sus emociones por sobre el bienestar del pue-blo.
El joven tomó aire y, sin pensarlo más, aceptó. Todo el pueblo aprobó de buena gana que ese muchacho, que había demostrado hasta ese momento sensatez y lealtad al clan, se convirtiera en su rey, independiente de su juventud. Era él o Melalo; nadie tenía dudas de a quién preferían como rey.
―Todos aquí te vamos a apoyar, chaboró , no te preocu-pes ―le aseguró Dima, ella era la más poderosa bruja del campamento y líder de las mujeres.
―Gracias, tía ―le agradeció y luego se lanzó a sus brazos a llorar.
―Todo va a estar bien, mi niño, ya lo verás ―respondió la mujer con todo el cariño que sentía por su sobrino.
Vadim no contestó, la tristeza que sentía por las pérdidas evitaba que pudiera sentir alegría, siempre pensó que sería un rey muy viejo y que su padre viviría muchos años más, Kali era un hombre lleno de vitalidad y jamás imaginó que lo dejaría tan pronto.
―Primo... ―Spiro se acercó a su amigo y le palmoteó la espalda, no sabía qué decir, él mismo sentía en su corazón el dolor de haber perdido a su padre en ese incendio.
―Saldremos adelante, Spiro, de eso estoy seguro ―aseguró Vadim con el corazón destrozado.
Spiro no contestó. Su corazón se debatía entre la pena y el enojo.
Los funerales se celebraron con mayor intensidad que la usual. Llegaron gitanos de otras zonas del país al enterarse del siniestro, las caravanas llamaban la atención de los ve-cinos de la comuna que no veían con buenos ojos que más gitanos llegaran a la ciudad.
Los gitanos acampaban cerca del mar en el extremo nor-te de la comuna. Antofagasta no era una ciudad que se pre-ciara de sus costas, pues, aunque con un extenso mar a sus pies, solo poseía unas pocas playas y la mayoría para el sec-tor sur, por lo que el sitio de los gitanos consistía en una ex-planada rodeada de rocas donde se ubicaban con sus car-pas mirando hacia el oeste formando un semicírculo, de espaldas a la carretera.
―Parece que los gitanos se multiplicaron en estos días ―le comentó Raúl a su esposa mientras pasaban en el transfer por la costanera, llegaban de un viaje y venían del aero-puerto.
―Eso es por el incendio del otro día ―contestó el chofer del vehículo.
―Ah, verdad, ¿al final dijeron qué había pasado? ―preguntó otro.
―Dijeron que habían muerto siete personas o algo así, al-gunos hablan de un atentado, pero ya saben, nadie va a hacer nada ni a investigar nada; son gitanos ―afirmó el chofer.
―Sí, como si no fueran personas ―murmuró el otro pasa-jero.
―A mucha gente no le importa, de hecho, ayer estaba en la feria y una señora dijo que mejor se hubieran quemado todas las carpas con los gitanos adentro, ahí nos libraríamos de esa plaga ―comentó otra mujer.
―¿No le importaban los niños que hay? Porque por últi-mo con los grandes puede pasar, pero... ―repuso Silvia, que todavía no entendía bien qué había pasado.
―Yo le dije, le pregunté si no le daba nada ser tan cruel, que eran personas y que había niños. Dijo que mejor, que así se eliminaría a toda esa gente ladrona.
―Como si no hubiera chilenos ladrones ―murmuró un francés.
―Pero la gente no entiende, igual otra señora dijo que sí, que ellos solo estafaban, que eran sucios y todo lo que dicen. Yo no quise seguir discutiendo, con gente así, es una pérdi-da de tiempo.
El matrimonio llegó a su casa con el corazón apretado por esas muertes. Sabían que quedaría así, que ni siquiera investigarían la causa del fuego, simplemente lo dejarían pasar.
Silvia Riquelme y Raúl Valencia eran médicos que tenían vocación de servir en lugares de necesidad. Trabajaban un tiempo en Antofagasta y luego se iban a atender a otros lugares de mayor necesidad, sobre todo a los gitanos, por lo que conocían a Kali y a su campamento.
―Me gustaría ir ―dijo Silvia a su esposo.
―Vamos. Tal vez necesiten algo y podamos ayudar.
El matrimonio dejó sus cosas, tomó su automóvil y se en-filaron de vuelta al otro lado de la ciudad para visitar a esa gente considerada paria para la sociedad.
―Doctor Valencia ―lo saludó Vadim, quien había sido atendido muchas veces por ese doctor desde que era niño.
―Vadim, ¿cómo están? Supe que tuvieron un incendio, nosotros acabamos de llegar del sur y quisimos venir a ver-los. ¿Y tu padre? ―preguntó mirando alrededor.
―No, doctor, mi padre...
―¿Es uno de los fallecidos?
―El incendio fue en su chara .
―¿En la carpa del rey de los gitanos fue el incendio? ―Se sorprendió la mujer―. ¿Fue un atentado?
―No sabemos, no dijeron nada. A lo mejor solo fue un accidente. ¿Quién querría matar a mi padre y a seis ancia-nos de nuestro pueblo?
―¿Y qué harán ahora? ―preguntó el doctor sin responder a la pregunta.
―Yo tomé el puesto de mi padre, aunque no sé si estoy preparado.
―Eres un buen muchacho, te has convertido en un hom-bre sensato y maduro, estoy seguro de que lo harás muy bien y que tendrás el apoyo de toda tu gente.
―Eso espero. Perdón. ¿Quieren tomar algo? Yo ya no tengo chara, me tendré que hacer otra, pero estoy en la car-pa de mi amigo Spiro, él también perdió a su padre.
―Lo siento tanto ―dijo la mujer.
―Gracias, doctora, muchas gracias por estar aquí, signifi-ca mucho para nosotros.
―No podíamos no venir, ustedes han sido importantes para nosotros también.
El joven sonrió con melancolía, sabía que ellos no le ha-bían hecho ningún bien a ese matrimonio de médicos, al revés sí, les habían dado atención y medicamentos gratis cuando lo requerían y ellos no tenían con qué retribuir.
Vadim llevó al matrimonio hasta la carpa de Mirko y Ki-ra, ella era hermana mayor de Vadim. Allí estaba el matri-monio; el hermano de Mirko, Spiro; su hermana Milenka, y el esposo de esta, Melalo. Recibieron al matrimonio con mu-cho agradecimiento por la deferencia, sobre todo, al saber que venían llegando de un viaje.
―Lamento mucho su pérdida, es un duro golpe para su clan ―habló el doctor.
―Así es, es un dolor que nos caló hondo ―respondió Me-lalo―, Vadim tomó el puesto de su padre temporalmente.
―Él lo hará bien, Kali enseñó muy bien a su hijo, tiene buenas relaciones con sus pares y con los chilenos.
―Sí ―intervino Mirko―, vino el alcalde a entregar sus condolencias a las familias y se dirigió directo a Vadim, ya lo conocía y supuso que él reemplazaría a su padre.
―Las autoridades no están ni ahí con nosotros ―protestó Melalo con sarcasmo―. ¿Qué sacamos con que venga el al-calde o el presidente si no nos ayuda en lo que realmente necesitamos?
―Tener buenas relaciones políticas les puede ayudar mu-cho a conseguir cosas para ustedes, como colectivo. Ahora que no está Kali, necesitarán, más que nunca, ayuda.
Melalo se quedó callado, él no estaba de acuerdo en que Vadim heredara el puesto de rey, para él, otro debía tomar esa responsabilidad. Alguien con más experiencia en la vi-da, Vadim ni siquiera era casado, estaba comprometido con Dinka, sin embargo, aún no habían puesto una fecha para el matrimonio y, con la reciente desgracia, este no se llevaría a cabo antes de un año. El luto era sagrado. Debería ser un hombre casado, como él.
―¿Y Dinka? ―preguntó Silvia ante el silencio incómodo que se produjo.
―Está en su carpa con su madre. Quedaron solas, ha sido un duro golpe para ellas. Helia no ha querido salir, no ha podido con el dolor de perder a su esposo ―respondió el nuevo rey.
―Quizá pueda ir a verla ―dijo la doctora―, tal vez pue-da ayudarla.
―Se lo agradecería mucho ―respondió Vadim―. Dinka aún es muy joven y no sabe cómo lidiar con su madre, ni siquiera puede con su propio dolor.
―Lo imagino, ella es muy joven. Supongo que su matri-monio se retrasará.
―Sí, el luto durará un año, después de eso, veremos ―le contestó.
―Sí, no es momento para pensar en eso ahora ―replicó Spiro algo molesto.
―Es verdad ―dijo Silvia―. Lo siento.
―No se preocupe, de todas maneras, es algo en lo que debemos pensar. La vida no termina aquí, aunque eso qui-siera uno en estos momentos ―meditó Vadim.
―Así es, pero debes estar tranquilo, muchacho, el tiempo hará más llevadero el dolor ―acotó Raúl Valencia.
―Eso espero ―dijo el joven con agradecimiento.
―Ustedes también ―les habló a Mirko, a Spiro y a Melin-ka―, deben apoyarse mucho, perder a un padre en tan ho-rribles condiciones es muy doloroso, yo sé que ustedes son muy unidos y eso les hará más fácil el proceso.
―Siempre estaremos juntos y nos apoyaremos los unos a los otros ―aseguró Mirko.
―¿Y sus niños? ―le preguntó Silvia a Melinka y a Mirko.
―Están con sus amigos ―respondió Mirko―. Los más chi-cos no se han dado cuenta de la magnitud de lo sucedido. Los más grandecitos vivieron la muerte de nuestra madre cuando nació Marcel, así que ahora están decaídos, andan muy tristes, quedaron sin padres en muy poco tiempo.
―Ahora tendrás que hacerte cargo tú ―dijo el doctor.
―Sí, ahora son mi responsabilidad, como el hermano mayor, me toca a mí hacerme cargo de todo. Por suerte ten-go a mi esposita que me apoya en todo, sin ella no sabría qué hacer.
―Es una gran responsabilidad la que tienen encima ―les dijo la doctora.
―No tanta como la de ser rey ―repuso Mirko con since-ridad―. Sinceramente, no me gustaría estar en los zapatos de Vadim, por eso lo apoyaremos entre todos.
―Y no sabes cuánto lo agradezco, mi hermana no podría haber encontrado un mejor esposo ―admitió el joven con profunda convicción.
Melalo iba a replicar, pero fue interrumpido por Dinka que llegó corriendo y llorando a la carpa de Mirko
―¡Dinka! ¿Pasa algo? ―preguntó, preocupado, Vadim.
―Mi mamá se desmayó, no reacciona ―dijo, desesperada.
Silvia y Raúl se levantaron raudos.
―¿Dónde está? Vamos.
La joven no fue capaz de contestar, simplemente se dio la media vuelta y los llevó a su carpa. Vadim, Spiro y Mirko los siguieron. Melalo se quedó viendo cómo se iban. Kira y Melinka también salieron de la carpa, pero no a la de Din-ka, debían pedir por Helia y nadie mejor que la male Dima para guiarlas.
―Hay que llevarla al hospital ―ordenó el doctor Valen-cia―. Creo que fue un accidente cardiovascular.
―Sí, ¿verdad? ―afirmó la doctora.
―La llevamos nosotros ―ofreció―, así, en cuanto llegue-mos, la atenderán y no tendrán que esperar tanto. ¿Ustedes nos siguen? Deben llevar sus documentos.
―Sí, claro, doctor ―respondió Vadim.
Vadim tomó a Dinka del brazo y, luego de tomar el bolso de Helia, la guio hasta su automóvil. Spiro los siguió.
―Debes estar tranquila, todo saldrá bien ―la consoló su prometido.
―No lo creo, mi mamá no quiere vivir sin mi papá.
―Pero te tiene a ti.
―Yo no le importo. Su vida era mi papá y ahora que no está... ―Se echó a llorar.
Vadim no dijo nada. Miró por el espejo retrovisor a su amigo, que parecía molesto.
―Ella estará bien, es el momento, apenas ha pasado una semana desde el incendio, las emociones están a flor de piel, ya verás que pronto será la misma de siempre ―dijo Vadim, sin convencimiento.
―Estaremos contigo, Dinka, no te dejaré sola ―afirmó Spiro con un resoplido.
―No estás sola ―confirmó Vadim―. Nunca estarás sola si estás con nuestro pueblo, mi niña.
Dinka no dijo nada, solo dejó caer las lágrimas con más ganas. Tenía una gran tristeza dentro, no solo por la muerte de su padre, tampoco por la inminente muerte de su madre, ella tenía un secreto que no quería revelar, algo tan escon-dido y guardado, que no sabía si algún día se lo podría decir a alguien.
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