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Ella tiene algo que él necesita. Él es el único que podrá protegerla. El padre de Abril ha sido asesinado y ella sabe que la versión oficial oculta el verdadero motivo de su muerte. Desprotegida, y a cargo de su hermana pequeña, no sabe si en ese momento ellas también corren peligro. Lo único que tiene para guiarse son las últimas instrucciones de su padre. Un secreto enterrado en el jardín de su casa y un nombre: «Karlo». Lo que ella no esperaba, es que detrás de ese misterioso nombre se encontrará Marcos Montalván. El mismo que tiempo atrás había sido herido y salvado por su padre. Pronto descubre que él no es un hombre bueno y las sospechas de que pueda ser el asesino de su padre cada vez son más grandes, pero hay algo en él que la atrae sin remedio y sabe que ella a él no le resulta indiferente. ¿Podrá Abril descubrir lo que oculta la muerte de su padre? ¿Logrará escapar de la irresistible atracción que hay entre ellos, o caerá enamorada en los brazos del asesino? Sin embargo, en la vida, ¿acaso todo es lo que parece?
Aquella noche se presentó tranquila. El bar no había tenido demasiada clientela y Abril había estado bastante relajada, mientras servía alguna que otra copa en la barra. Su trabajo no le agradaba demasiado, pero tampoco era que lo detestara, al menos le daba independencia económica.
Había sido contratada hacía un par de días y, hasta ese momento, más que ver a clientes borrachos, no había tenido ningún problema. Su único malestar era que no podía estar en casa, ni ayudar a su padre y a la empleada con su hermana pequeña, Maite, de solo diez años.
Mientras secaba unas cuantas copas, para matar el tiempo hasta que se cumpliera la hora del cierre del local, Abril oyó un ensordecedor alarido proveniente de una de las esquinas del bar.
Rápidamente, se volteó en la dirección de la que provenían los gritos. Por un momento, pensó que se trataba de un borracho que se había caído, sin embargo, el alma abandonó su cuerpo cuando vio que los alaridos provenían de un hombre de mediana edad al que ella reconoció como un funcionario del Estado.
Por inercia, dio unos cuantos pasos hacia atrás hasta chocar con una de las estanterías llenas de copas, que comenzaron a caer al suelo estrepitosamente.
Había un total de tres hombres que estaban torturando al funcionario en cuestión, por lo que, luego de que Abril chocara contra la cristalera, dos de ellos, los que escoltaban al que parecía ser el cabecilla del grupo, se acercaron a ella.
Sus portes eran imponentes, y Abril no pudo evitar sentir un miedo atroz recorriéndola de pies a cabeza. ¿Por qué demonios no había corrido cuando había tenido tiempo? ¡¿Qué más daba?! Allí estaba, con dos hombretones que la miraban con una furia asesina.
Su estómago se revolvió. Como pudo, fue capaz de contener una arcada, en el momento en el que el más alto de los sujetos, se enfrentaba a ella.
La ansiedad y la angustia que momentos antes había sentido al ver al funcionario siendo torturado, se esfumaron por completo y el miedo tomó su lugar.
-Aniquílala -le ordenó al hombre más bajo que se había adelantado unos cuantos pasos hasta quedar a su altura.
-¿Estás seguro? -inquirió.
-¿Desde cuándo desobedeces una orden, Martin? -preguntó el cabecilla del grupo.
El sujeto, al parecer, había obtenido la confesión que buscaba por parte del funcionario o bien se había hartado.
El hombre, que había sido víctima de las torturas, se encontraba en el suelo y soltaba, de vez en cuando, suaves sonidos lastimeros.
-Lo siento, señor, es solo que...
-¿Qué ahora temes matar a una niñata insignificante? Es muy fácil, es como matar a un mosquito molesto -repuso el hombre con la voz más fría que un témpano de hielo y con una mirada capaz de helar la sangre.
El hombre titubeó. Si bien alzó el arma en dirección a Abril, su dedo dudó sobre el gatillo.
-Gatilla, ¡maldita sea! -repuso su jefe.
-Hazlo o te matará a ti -le susurró su compañero al oído.
Abril estaba absorta en aquella escena. No sabía qué diablos hacer. Si permanecía allí, inmóvil, la matarían, pero, si intentaba escapar, el resultado sería el mismo. Al fin y al cabo, ya estaba muerta. No importaba qué decisión tomara, su vida estaba en manos de aquellos hombres.
En el momento en el que el hombretón colocó nuevamente el dedo sobre el gatillo, Abril vio que de pronto todo se ralentizaba. Era como si el tiempo hubiese decidido bajar la velocidad.
Justo en el instante en el que su vida pasaba por delante de sus ojos, el dueño del bar salió de la trastienda.
-¡No dispare! -gritó-. Por favor, no dispare -pidió con las manos en alto, demostrando que no llevaba ningún arma y que estaba dispuesto a mediar-. Por favor, señores. La muchacha es nueva en el bar. No tiene idea de las cosas.
-Eso hará más fácil que se vaya de la lengua -sentenció el cabecilla.
-No, le juro que no será así, yo me encargaré de que ella permanezca en silencio. Le explicaré cómo funcionan las cosas. Entró a trabajar hace un par de días y no tuve tiempo de advertirle de ciertas actividades. Usted no se preocupe, yo me encargaré de ella.
-Si no lo haces, no solo la mataré a ella, sino también a ti -lo amenazó. Sus ojos del color del cielo resultaban fríos, helados y un sudor frío recorrió la espalda de Abril.
La muchacha se sentía agradecida con Michael por interceder por ella, sin embargo, nada estaba asegurado y podía que ambos fueran ejecutados.
-Por favor, señor, deme una oportunidad -rogó mientras juntaba las palmas de las manos frente a él, a modo de rezo-. Le juro que ella no se irá de la lengua y, si lo hace, enfrentaré el castigo sin problemas.
-¿Quién es esta muchacha y por qué la defiendes tanto?
-No es nadie, la conocí hace un par de días -aseguró el dueño del bar-, sin embargo, es una buena muchacha, es muy joven y merece que se le dé una segunda oportunidad.
El jefe del grupo se lo pensó por unos cuantos segundos, que a Abril le resultaron eternos, y, tras asentir, dijo:
-Más vale que sea así. -Alternó la mirada entre el dueño del bar y Abril-. Si me llego a enterar de que has abierto esa linda boquita, te las verás conmigo. ¿Te quedó claro? -preguntó mientras le dedicaba una fría mirada y el corazón de Abril se paralizaba.
La joven tragó saliva y, como pudo, asintió, antes de decir:
-L-lo entiendo, señor. -No tenía idea de cómo había logrado articular aquellas tres simples palabras.
No obstante, al parecer, esto no fue suficiente para aquel sujeto, ya que su mirada se intensificó por un momento.
-Bien, ahora vete. -No fue una petición, sino más bien una orden. Una orden que ella acató sin poner ni la más mínima objeción.
Aquel hombre había hecho que su cuerpo se convirtiera en gelatina. No solo por la frialdad de su voz y de sus ojos, sino porque su mirada le había hecho sentir algo que no tenía ni el más mínimo sentido; no, al menos, después de la situación que había presenciado.
Ese sujeto era un abusivo y lo mejor para ella era mantenerse lo más alejada posible de él, si no quería correr peligro; si no quería que su vida terminara con un tiro entre ceja y ceja.
Una vez se encontró fuera del bar, inspiró profundamente y llenó sus pulmones del aire fresco de la noche. Necesitaba relajarse, pero su cabeza no paraba de dar vueltas sobre el hecho de que, hacía unos pocos minutos, había visto a la muerte de cerca, casi había podido palparla con los dedos. Sí, había logrado sobrevivir a aquello, pero no por eso el miedo la había abandonado, por el contrario, este no había hecho más que crecer, y, de solo pensar que debía caminar por la calle, a solas, a altas horas de la madrugada, aunque su casa quedara a tan solo unas cuantas cuadras, no le hacía ni la más mínima pizca de gracia.
Sin embargo, sabía que tenía que alejarse cuanto antes de allí. No fuera a ser que los hombretones se arrepintieran de haberla dejado con vida y salieran a su encuentro. Por este motivo, con el corazón desbocado, producto de la adrenalina de lo que había vivido y de tener que caminar por las calles mal iluminadas, comenzó a andar, apretando cada vez más el paso, conforme se alejaba del bar.
No estaba segura de volver. Quizás, su jefe le dijera que lo mejor era que no regresara, pero, si no lo hacía, tal vez, ella debería presentar su renuncia. No estaba dispuesta a vivir una situación similar a la de aquella noche.
Luego de unos cuantos minutos de desesperada caminata, en la que no se paró ni por un momento y no se atrevió a mirar por sobre su hombro por miedo a encontrarse con los tres hombres, Abril por fin llegó a su casa.
Tomó la llave que guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta y abrió la puerta para adentrarse en la vivienda a toda velocidad.
Una vez cerró la puerta detrás de sí, oyó que su padre estaba hablando con Abraham, uno de sus más íntimos amigos, en el salón. Por lo que, rápidamente, se dirigió en esa dirección. No obstante, en cuanto puso un pie en la sala y Abraham la vio, este se quedó en silencio y se marchó con paso firme y una extraña expresión de molestia en el rostro.
Abril frunció el ceño, confundida. ¿Qué diablos le pasaba a aquel hombre? Jamás se había comportado de esa manera frente a ella. No obstante, decidió no hacerle caso y se enfocó en su padre.
-Hola, papá -lo saludó Abril. A continuación, se acercó a él y depositó un suave beso en su encanecida barba.
-Hola, pequeña. ¿Cómo estás? -preguntó Roberto.
Abril suspiró y se limitó a sonreír. En verdad, no quería hablar de lo que había sucedido, ni con su padre ni con nadie, y no porque el cabecilla de aquel grupo «mafioso», como lo había apodado, se lo hubiese ordenado, sino más bien porque no quería recordar y revivir aquel momento. Ya demasiado tenía con el hecho de que las imágenes se sucedieran, una tras otra, en su mente, no dejándola en paz y haciéndola temer no poder conciliar el sueño.
-Bien, ¿y tú? ¿Qué haces despierto tan tarde y por qué Abraham estaba contigo? -lo interrogó.
No obstante, Roberto siempre había sido un hueso duro de roer y a la vez se había percatado de que su hija mentía. En verdad, no estaba nada bien, pero no quiso indagar más. Si ella quería contárselo, tarde o temprano, lo haría. Sin embargo, él tampoco daría respuestas a lo que le había preguntado. Si ella quería guardar secretos, estaba en su derecho, al igual que él tenía derecho a hacer lo mismo con los suyos.
-Necesito pedirte un favor -dijo, en cuanto Abril tomó asiento frente a él en el sofá de la sala.
La muchacha frunció el ceño, confundida. Su padre no solía pedirle favores; al menos, no de esa manera.
-Dime, ¿qué necesitas, papá? -preguntó, sin darle muchas vueltas. Si lo hacía, se enroscaría demasiado y sería totalmente en vano.
El hombre se dio media vuelta y, de un lado del sofá, tomó una caja y se la entregó.
-Ten. Necesito que caves un hoyo en el patio y que la entierres -le pidió, sin darle demasiadas explicaciones.
Abril alternó la mirada entre su padre y la caja, desconcertada.
-¿Qué? ¿Por qué quieres que haga eso?
-Lo mejor es que no hagas preguntas -le advirtió su padre con el rostro completamente serio-. Menos pregunta Dios, y perdona. Así que hazme el favor de hacer lo que te pido sin cuestionamientos. Tengo mis razones, cariño. No hace falta que las sepas. Espero que lo entiendas.
Abril se quedó en silencio por un par de segundos, mientras alternaba la mirada entre su padre y la caja que tenía sobre sus piernas.
¿Qué rayos había allí dentro? ¿Por qué tanto secretismo? No lo sabía y, por el rostro de su padre, sabía bien que lo mejor era que, en efecto, dejara de hacer preguntas.
Sin perder tiempo, se levantó del sofá, con la caja en las manos, se encaminó al trastero, tomó una pala y se dirigió al jardín.
No sabía muy bien qué sitio era el mejor para cavar un hoyo y enterrar aquella misteriosa caja que le había dado su padre. Sin embargo, después de meditarlo un tiempo, decidió que lo mejor sería hacerlo debajo de un viejo y enorme arce que había en el jardín, en un sitio que prácticamente nadie ni de la familia ni amigos de la familia visitaban.
Una vez cumplida su misión, subió al segundo piso, se dio una ducha y se acostó. Pensaba que, después de lo ocurrido, no podría dormir, pero el esfuerzo por cavar el hoyo y luego tapar la caja y dejarlo tan pulcro que pareciera que allí no había sucedido, nada hizo de las suyas y se durmió con solo apoyar la cabeza sobre la almohada.
Dos días más tarde, mientras Abril preparaba el almuerzo, su padre llegó a casa, con la mano en la cintura, sosteniéndose una herida en el costado derecho de su cuerpo.
-Hija... -dijo en un susurro apenas audible mientras se dejaba caer en una de las sillas del salón-, escúchame bien, recuerda esta dirección... -agregó, haciéndole señas para que se acercara y así poder hablarle al oído-: Pregunta por Karlo, él está en México, busca su protección. ¡Ahora! No pierdas tiempo -murmuró a duras penas.
-Pero, papá, te estás muriendo -replicó.
-¡Ahora! -exclamó el hombre con las pocas fuerzas que le quedaban.
Desesperada, sin saber si ayudar a su padre u obedecer sus órdenes, miró en derredor y sintió una punzada en el corazón, al comprender que no podría hacer nada por su progenitor. La vida se le estaba escapando y ella no tenía ni la más remota idea de medicina.
-Llamaré a una ambulancia -le informó mientras tomaba su móvil.
-N-no, no hay tiempo. Toma a Maite y márchense.
Los sentimientos de Abril se encontraron en ese momento, pero, como siempre había hecho y consciente de que no podía hacer nada por su padre, siguió sus órdenes. Él era el único que sabía lo que estaba sucediendo y ella no iba a juzgar lo que le pedía, aunque le resultara una locura.
Le dolía en el alma ver a su padre moribundo, sin embargo, lo mejor era tomar a Maite y marcharse cuanto antes.
Y así lo hizo.
A toda velocidad, subió las escaleras hasta la primera planta y le exigió a su hermana menor que, tan rápido como fuera posible, tomara algunas de sus pertenencias. Sin embargo, le advirtió que no fueran demasiadas, ya que tenían un largo viaje por delante y no podrían acarrear con tanto.
-¿Qué está sucediendo? -le preguntó su hermana menor mientras se ponía manos a la obra-. ¿Por qué debemos marcharnos?
Como pudo, Abril le comentó lo que acababa de suceder y lo que le había pedido su padre.
Los ojos de Maite se desorbitaron, pero no hizo más preguntas y obedeció cada una de las indicaciones de su hermana.
Tardó menos de cinco minutos en tomar unas cuantas mudas de ropa, su móvil, su portátil y su diario íntimo, antes de sentenciar:
-Estoy lista -le comunicó.
Abril asintió y, juntas, bajaron las escaleras.
Una vez que ambas estuvieron dispuestas a salir, angustiadas por dejar a su padre moribundo a sus espaldas, la puerta, por la que pretendían salir, se abrió de un fuerte golpe. El Manco, uno de los narcotraficantes más peligrosos, acababa de tirarla abajo de una patada.
Ambas muchachas dieron unos cuantos pasos hacia atrás, sobresaltadas y sintiendo como el miedo se apoderaba aún más de ellas.
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