Conoce los secretos que se esconden en una selva solitaria, donde habitan bestias y demonios poderosos capaces de seducir a sus víctimas hasta apoderarse de sus almas... y de sus corazones. Ninguna mujer podrá ser indiferente al poder de atracción de estos seres sobrenaturales. Caerán en sus redes a pesar del peligro que eso pueda representar para sus vidas.
El zigzagueo del auto por la empinada montaña le producía vértigo. Rebeca tenía el estómago desecho, pero no podía dejar de admirar las bellezas de aquel paraje.
La selva nublada parecía engalanarse para recibirla y convencerla de quedarse.
Árboles de una altura impresionante bloqueaban la mayor parte de la luz natural y convertían a la carretera en un camino sombreado, bordeado por palmeras, helechos, orquídeas y variadas hierbas de hoja ancha.
Al pasar por los arroyos se intensificaban los zumbidos de los insectos, así como el chillido de los monos y el canto de los cientos de pájaros que habitaban la zona.
A su lado, en el asiento del conductor, su madre no apartaba la mirada severa de la vía. Desde que habían salido de Caracas el estado de ánimo de la mujer había sido hermético, pero al sumergirse en la carretera que conducía hacia La Costa, este se volvió más irritable.
Marian odiaba esa región, juró en innumerables oportunidades no regresar. Sin embargo, ahí estaba, hundida de nuevo en las entrañas de esa selva.
Al llegar a la cima de la montaña, Rebeca se emocionó al percibir la neblina. Sonrió al sentir en la piel el frío que parecía emerger de la vegetación y le impregnaba el cuerpo.
Respiró hondo para llenar sus pulmones de aire puro y captar el sutil aroma de la tierra mojada.
-Mamá, detén el auto -pidió risueña. Ansiaba disfrutar un rato más de aquel espectáculo de fragancias y sensaciones, pero su alegría se esfumó al divisar el rostro inflexible de Marian.
-No se te ocurra apegarte a este lugar -advirtió la mujer con una voz cargada de reproches.
Rebeca apretó la mandíbula. Discutir con su madre sería una pérdida de tiempo, así que prefirió dejar de lado sus inquietudes y cerrar la boca. Deseaba darle al viaje un final feliz.
Tuvieron que detenerse cerca de una pequeña caída de agua. El auto se sobrecalentaba por el esfuerzo de la subida y era necesario refrescarlo.
Rebeca aprovechó la ocasión para caminar un poco e internarse por una grieta en la montaña que formaba una especie de cueva con ayuda de la vegetación, atraída por los colores de las flores.
Su fascinación la empujó a adentrarse lo más que pudo para tocar los pétalos aterciopelados que parecían brillar en medio de una sábana fragante de hierba, pero casi enseguida fue envuelta por un frío mortuorio, que le erizó por completo la piel y despertó un viejo temor que había creído extirpado de su mente.
Giró su atención hacia el final penumbroso de la cueva mientras escuchaba un sonido que la había trastornado por años: el lejano retumbar de unos tambores y el rugido bajo y amenazante de un gran felino.
Su corazón se propulsó a mil por horas al divisar entre las sombras unos ojos fieros y ensangrentados que la observaban con fijeza.
Se sobresaltó y estuvo a punto de gritar, pero enseguida aquella visión se esfumó, haciéndole creer que era un juego de su mente atormentada.
Se apresuró por salir de allí, al tiempo que procuraba controlar a su agitada respiración y disimulaba su miedo para que su madre no lo notara y la reprendiera por su imprudencia.
Se sentó en el vehículo frotándose con energía los brazos. Buscaba infundirse calor para dejar de temblar.
-No existe, no existe -repitió en susurros, pendiente de los movimientos de Marian, que terminaba de agregar agua al radiador.
Respiro hondo y lanzó una ojeada precavida hacia la cueva. Todo estaba en calma, al igual que sucedía cada vez que despertaba de una de sus pesadillas.
Cuando su madre subió para continuar con el viaje, ella se encontraba más tranquila, aunque con una preocupación latente en su pecho.
No deseaba que los terrores que la habían embargado desde niña volvieran a abrumarla.
Una hora después, atravesaron el arco de cemento que decoraba la entrada al pueblo costero. Atrás dejaron la tupida selva y se adentraron en la calurosa alegría de un poblado lleno de colorido que la hizo olvidarse de sus aprehensiones.
La joven observó con curiosidad a los habitantes. La gran mayoría eran personas de piel oscura con los cabellos ensortijados y una sonrisa permanente.
Rebeca había heredado algo de su tonalidad, una tez acaramelada como la melaza, e igual a la de Marian, aunque la melena larga y negra la tenía tan lisa como la de su padre, quien había sido oriundo de esas tierras, pero descendiente de indígenas.
El hombre había formado parte de una de las sociedades étnicas más antiguas de la región, dueños de unas haciendas productivas donde cosechaban cacao a través de métodos artesanales.
A pesar de que ellas no se ocupaban directamente de esas tierras, recibían beneficios económicos.
Los líderes, que eran los hombres de mayor edad en la sociedad étnica, se encargaban de velar porque las ganancias del trabajo fueran repartidas de forma equitativa entre los miembros.
Sin embargo, el viaje que realizaban era para actualizar todo lo concerniente a sus derechos como herederas, pues el antiguo administrador había muerto de manera repentina de un infarto fulminante, dejando trámites inconclusos y otros realizados de manera incorrecta, siendo descubiertos luego de su fallecimiento.
-¿No iremos a nuestra casa? -preguntó la joven al notar que su madre continuaba adentrándose en el poblado y no tomaba la vía que dirigía hacia los terrenos que pertenecían a la sociedad.
-No. Nos quedaremos en el pueblo -respondió con sequedad Marian-. Alquilé una casa que posee un local comercial cerca del mar, así podremos continuar con nuestro negocio mientras estamos aquí.
-¿Seguiremos vendiendo orfebrería? Pero, Pablo dijo...
-¡No me importa lo que haya dicho Pablo! -interrumpió Marian con voz firme-. No pienso depender de la sociedad.
Rebeca giró el rostro hacia el camino para que su madre no notara su mueca de desaprobación.
-No es lo mismo vivir de la venta de collares y pulseras que de las ganancias de la cosecha -expresó en voz baja, aun sabiendo que aquello lastimaba a la mujer.
-Esos collares y pulseras te han dado de comer por varios años.
-¡Y el cacao también! -rebatió la chica con la mirada fija en su madre-. Y nos ha alcanzado para cubrir nuestros gastos los meses en que se han atrasado los pago. Siempre nos envían más de lo que necesitamos -aclaró, enfadada.
No le gustaba que Marian la obligara a desechar lo que la ligaba a la cultura de su padre.
La mujer apretó los puños en el volante del auto. Sus ojos brillaron por la tristeza.
-Hija, recuerda lo que acordamos -pronunció con voz conciliadora- Estaremos aquí solo por algunas semanas para resolver los problemas que se han presentado con el envío del dinero de la cosecha. Luego, vendemos la casa que perteneció a tu papá y regresamos a la capital.
Rebeca se mordió los labios. No quería contradecir a su madre, la adoraba y respetaba, pero ese lugar era lo único que le recordaba a su padre.
-Quiero quedarme con la casa -masculló y alzó los pies en el asiento para abrazarse a sus rodillas con rostro irritado.
-Rebeca...
-¡Siempre he seguido tus mandatos! -increpó con dolor-: Me he olvidado del pasado, he aceptado todo lo que has querido... -Respiró hondo antes de continuar-. Yo también tengo derechos sobre esa herencia.
Marian detuvo el auto a un costado de la calle con las lágrimas agolpadas en los ojos.
-Lo extraño -continuó Rebeca, asfixiada por la pena-, ya ni la forma de su rostro puedo recordar. Este lugar es lo único que me ata a él.
La mirada suplicante que Marian dedicó a su hija no sirvió para que la joven alivianara su determinación.
Rebeca había aceptado con sumisión cada una de sus disposiciones, pero sabía que era injusto desligarse de aquella región, a la que estaba vinculada emocionalmente.
-Resolveremos el asunto del envío de dinero y luego, tomaremos juntas una decisión -propuso la mujer para calmar los ánimos.
Rebeca regreso su atención hacia la vía y se mantuvo en silencio, pero no pudo evitar mirar hacia las montañas y sentir un escalofrío.
Ya no podía seguir huyendo, debía enfrentar sus miedos y eso era lo que deseaba hacer en ese lugar.
Sin embargo, su madre parecía tener otras ideas que le dificultarían su intención. En aquel viaje ella tenía que encontrar su liberación.
Ambas reiniciaron el camino con la tristeza marcada en el semblante. Presas de una desesperanza que no podían arrancarse del alma.
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