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Christa Bauer es una chica con una belleza poco común entre los habitantes del pueblo de Montenegro, ha vivido toda su vida en los límites del rancho de su padre "Los nogales". Toda su felicidad desde que nació se puede describir como montar a su caballo rayo junto a su padre, pastar el ganado, nadar en la laguna al pie de las montañas y mirar las nubes mientras se recuesta en el césped. Ella no conoce la malicia, su padre es quien se da cuenta de que ella es una niña muy especial, tanto que no se ha dado cuenta de que ahora que es adolescente se ha ganado la envidia de muchas mujeres por su notable belleza. Todo su mundo cambia cuando conoce a un hombre totalmente diferente a los peones que trabajan para su padre, o los chicos pueblerinos que viven cerca del rancho y que solo ve cuando asiste al bachillerato. A pesar de saber que verlo de nuevo es casi imposible, Christa se enamora perdidamente de él, pero la vida le enseña que no todo es felicidad, pues ocurren sucesos en su vida que la van endureciendo, prometiéndose que jamás alguien pasará sobre ella, Christa sigue su vida con el vago recuerdo de aquel día en el que fue feliz, hasta el día que nuevamente se reencuentra con él.
Era una hermosa mañana. Cabalgaba junto a mi querido amigo Rayo, el caballo que mi padre me regaló cuando cumplí apenas siete años. De pronto, me detuve a admirar la quietud del amanecer. El sol emergía lentamente detrás de la gran sierra de Montenegro, cuyas montañas colindaban con los límites del rancho de mi padre. Extendí los dedos hacia el cielo; me encantaba hacerlo, como si algún día pudiera llegar a tocarlo. De niña solía mirar al cielo y formar figuras divertidas con las nubes. Aquí era realmente feliz. No había otro lugar en el que quisiera estar.
Cerré los ojos, dejando que la brisa fresca de la mañana acariciara mi rostro. Escuché el suave murmullo de las hojas de los árboles, que se mecían en armonía con el viento.
Bajé del caballo y le di unas palmaditas de agradecimiento por el viaje. Lo dejé comer del pasto verde y húmedo del suelo, mientras el ganado pastaba en libertad. Como cada día, observé las más de doscientas hectáreas de fértiles tierras que formaban el rancho de mi padre, "Los Nogales". Mi bisabuelo le dio ese nombre hace más de cincuenta años, cuando llegó desde Alemania con su pequeña familia en busca de una vida mejor tras la guerra nazi. Tuvieron la suerte de comprar estas tierras vírgenes a bajo precio. Aquí cultivamos maíz, nueces, sorgo y avena, además de criar ganado, cabras y cerdos. La hacienda era muy rentable, según decía mi padre, aunque yo no entendía mucho de esos asuntos. Para mí, él era mi felicidad.
Amaba despertarme temprano, ver salir el sol entre las montañas, cabalgar con Rayo, molestar a mis hermanos Fred y Greta, cuidar el ganado, alimentar a las gallinas... Pero lo que más me hacía feliz era el riachuelo que cruzaba los límites del rancho.
Corrí tan rápido como mis piernas me lo permitieron, esquivando rocas y ramas en mi camino. Mi padre decía que tenía piernas largas y esbeltas como las de una potranca salvaje, y en realidad así me sentía: libre y feliz. Una sonrisa enorme se dibujó en mi rostro al llegar a la laguna. Era como un oasis rodeado de sabinos, nogales y huizaches. Me senté sobre una roca, arremangué mis pantalones hasta las rodillas y sumergí los pies, dejando que el agua fría acariciara mi piel. Empecé a cantar una de mis canciones favoritas de la radio. Me encantaba hacerlo en las mañanas solitarias, sintiéndome viva, como si solo la naturaleza y Dios fueran testigos de mi melodía.
Después de cantar, miré a mi alrededor. Esta parte del rancho era solitaria; los peones nunca venían por aquí. Recordé las advertencias de mi madre: decía que no debía acercarme a ellos, que no perderían oportunidad de meterse con una niña como yo. Sin embargo, mi hermana Greta estaba a punto de casarse con Marcelo Ramírez, el capataz, que no estaba mucho por encima de los peones. Nunca entendí qué veía en él. Marcelo no era como papá: cariñoso y atento. Una vez escuché a un peón decir que frecuentaba cantinas y salía con otras mujeres. Cuando se lo conté a Greta, lo único que gané fue una bofetada. Pero, en fin, era su decisión.
Me quité la ropa y la dejé en la orilla. Consciente de que nadie me veía, nadé un buen rato. Me sentí como una joven Venus emergiendo de las aguas de mi pequeño oasis. No sé cuánto tiempo estuve allí hasta que un grito lejano ahuyentó a las aves de las ramas. Salí del agua apresurada, me vestí y corrí de nuevo hacia Rayo. Emprendí el regreso a casa. Era la voz de mi madre, y no sonaba nada contenta. Seguro me necesitaban en la cocina; hoy era el día en que Greta se casaba con el cavernícola de Marcelo.
-¡Vamos, amigo, más rápido! -grité entre risas.
Amarré a Rayo en una ventana trasera de la casa. Mi madre me buscaba por la entrada principal, pero yo siempre encontraba la forma de entrar por la puerta de la cocina. Apenas puse un pie dentro, me encontré con la mirada severa de mi abuela.
-¿Dónde te has metido, niña?
Abrí los ojos de par en par, me encogí de hombros y sonreí nerviosa.
-Estaba nadando, abuelita.
Ella llevaba el vestido negro con delantal blanco que usaba para cosas importantes en la cocina.
-¡Pero mírate! Estás toda empapada. Se te trasluce la blusa. Ya no eres una niña, Christa, casi tienes dieciséis años. Si uno de los peones te viera...
-Abuela, ¿por qué siempre me dicen eso? No lo entiendo -pregunté con inocencia.
-¿Es que no te has mirado en el espejo?
Fruncí el ceño y negué. Mi abuela puso los ojos en blanco.
-Ve a cambiarte. Tu madre está furiosa.
Asentí y corrí escaleras arriba hasta mi habitación. Al entrar, el gruñido de Fred casi me mata del susto.
-¡Idiota, casi me da un infarto! -le grité, buscando la ropa para la boda. Mi padre me había comprado un vestido y unos zapatos nuevos en el pueblo. Decían que Montenegro estaba creciendo mucho y ya casi parecía una pequeña ciudad. Para mí, seguía siendo un pueblo enorme.
Fred me dio una nalgada, sacándome de mis pensamientos. Me abalancé sobre él, tirándolo al suelo.
-¿Quieres jugar? -pregunté, clavando mi mirada en la suya. Su sonrisa burlona me enfureció.
-Tranquila. Mamá me envió a buscarte. Está furiosa. ¿Dónde estabas?
-Fui a nadar a la laguna.
-Te escapas muy seguido. ¿Tienes algún noviecito por ahí? -preguntó, sorprendiéndome.
-¡Claro que no! Soy una niña.
Fred se carcajeó.
-Muchas chicas de tu edad ya tienen novio.
-Pero yo no. No me interesan los chicos.
Fred me analizó un momento y, al darse cuenta de que decía la verdad, se relajó.
-Ten cuidado, hermanita. Si andas con un peón, le pegaré un tiro en la nuca -bromeó.
Lo fulminé con la mirada.
-¡Eres un idiota!
Con agilidad, me quité una bota y se la arrojé, pero golpeó la puerta porque Fred huyó justo a tiempo, cerrándola tras de sí. Desde el pasillo, escuché sus carcajadas.
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