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Cristóbal Vega es un CEO exitoso, calculador y conocido por su aversión a cualquier tipo de vínculo emocional. Para él, todo es negociable, menos su independencia. Sin embargo, su vida da un giro inesperado cuando Isabel, una mujer con la que tuvo una breve relación años atrás, reaparece con una revelación impactante: tienen una hija de cinco años llamada Sofía. Isabel, enfrentando una enfermedad grave, busca asegurarse de que Sofía no esté sola si algo le sucede. Aunque Cristóbal está dispuesto a proveer económicamente, Isabel insiste en que Sofía necesita un padre presente. A medida que Cristóbal intenta integrar a Sofía en su vida, se enfrenta a desafíos que no puede resolver con dinero: entender los caprichos de una niña pequeña, equilibrar su agitada carrera con sus nuevas responsabilidades, y, lo más difícil, abrir su corazón. La cercanía con Isabel durante este proceso reaviva sentimientos enterrados, pero su conexión se complica cuando un competidor en el mercado comienza a atacar la reputación de Cristóbal, usando a Sofía como blanco para desacreditarlo públicamente.
El exclusivo salón del club privado era un oasis de lujo en medio del bullicio de la ciudad. Cristóbal Vega, el hombre cuya presencia podía llenar cualquier espacio con autoridad, estaba sentado en un rincón apartado. Frente a él, Isabel Mendoza, con su vestido rojo ajustado y una sonrisa que parecía contener secretos, sostenía una copa de vino como si no tuviera prisa por beberla.
-¿Entonces? -preguntó Isabel, alzando una ceja mientras su mirada se encontraba con la de él-. ¿Vas a rechazar otra buena oportunidad o finalmente vas a confiar en mí?
Cristóbal inclinó ligeramente la cabeza, evaluándola como si ella fuera una transacción más que necesitaba analizar antes de dar su veredicto. La relación que compartían era complicada, pero clara en sus términos: sin promesas, sin compromisos. Isabel lo fascinaba, no porque fuera dócil o complaciente, sino porque era todo lo contrario. Lo desafiaba, cuestionaba sus reglas y, sobre todo, nunca pedía más de lo que él estaba dispuesto a dar.
-Confío en los números, Isabel -respondió finalmente, su tono tan frío como la roca que adornaba su whisky-. Lo demás es especulación.
Isabel dejó escapar una risa suave, la clase de risa que siempre lograba atravesar la coraza de control que él llevaba como una segunda piel.
-Eres insoportable, Cristóbal. Pero supongo que eso es parte de tu encanto.
El tiempo parecía diluirse cuando estaban juntos. La conversación oscilaba entre negocios y comentarios mordaces, entre provocaciones y silencios cargados de tensión. Había algo entre ellos, algo que ambos sentían pero ninguno reconocería en voz alta.
Finalmente, Isabel se levantó de su asiento y rodeó la mesa, inclinándose ligeramente hacia él.
-¿Sabes? Me gusta que seas tan predecible -susurró cerca de su oído, su perfume envolviéndolo-. Pero algún día, Cristóbal, te darás cuenta de que el orden no lo es todo.
Él no respondió de inmediato. Solo la observó mientras se alejaba, su figura perdiéndose entre las luces tenues del salón. Ella siempre era la que marcaba el final de sus encuentros, y él no se oponía. Había algo tranquilizador en esa falta de expectativas, en la libertad que les daba mantenerse al margen de los sentimientos.
Esa noche terminó como todas las demás, en una habitación de hotel donde las palabras daban paso al lenguaje de las caricias. Pero incluso en los momentos más íntimos, Cristóbal mantenía una distancia emocional que Isabel nunca intentó romper.
Al amanecer, como era su costumbre, ella se marchó antes de que él despertara. Dejó tras de sí solo el aroma de su perfume y una nota breve: "Hasta la próxima, si la hay."
Los meses siguientes siguieron un patrón similar. Encuentros fugaces, conversaciones intensas y una conexión que ninguno se atrevía a nombrar. Hasta que, un día, Isabel simplemente desapareció.
Cristóbal no supo exactamente cuándo ocurrió. Los mensajes dejaron de llegar, las llamadas no eran respondidas, y las noches que compartían se convirtieron en un recuerdo vago que él no se permitió examinar demasiado de cerca.
Había una parte de él que quiso buscar respuestas. Isabel no era del tipo que se marchaba sin decir adiós, pero tampoco era alguien que se dejara encontrar fácilmente. Sin embargo, Cristóbal decidió no insistir. La vida tenía un orden, y él no veía la necesidad de perturbarlo.
Se convenció de que lo mejor era dejar las cosas así. Habían sido dos adultos que compartieron algo sin ataduras, y ese algo había terminado. No había razón para complicarlo más.
Pero en las noches más solitarias, cuando las luces de la ciudad parecían más lejanas desde su oficina en lo alto del edificio, Cristóbal pensaba en Isabel. En su risa, en la forma en que sus ojos brillaban cuando lo desafiaba, y en la sensación de vacío que dejó al marcharse.
Sin saberlo, esa ausencia estaba a punto de volver a su vida con una fuerza que lo desarmaría por completo.
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