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Isabela Del Valle, la hija menor de una familia noble en decadencia, es entregada en matrimonio a Alejandro Montenegro, un hombre del campo que salvó la vida de su padre. Su familia, creyendo que los Montenegro eran humildes campesinos, prefirió reservar a la hija mayor para un prometido adinerado. Sin embargo, Isabela pronto descubre que Alejandro es uno de los hombres más ricos del país. Lo que comienza como un matrimonio por obligación se convierte en una historia de amor inesperado, donde Isabela deberá enfrentar a su familia y descubrir su propio valor.
Isabela se encontraba en el gran salón de la vieja casona familiar, con sus altos ventanales que dejaban entrar la tenue luz del atardecer. Los muebles, otrora majestuosos, ahora reflejaban la decadencia de la familia Del Valle. Su padre, Don Anselmo, estaba sentado en su sillón favorito, con su bastón de madera apoyado en la rodilla. Su mirada severa perforaba la de su hija menor.
-Isabela, he tomado una decisión -dijo con voz firme-. Te casarás con Alejandro Montenegro. Le debo mi vida y es mi deber cumplir con mi promesa.
Isabela sintió un nudo en la garganta. Sus manos temblaron levemente al aferrarse a la falda de su vestido.
-¿Yo? -susurró, apenas creyendo lo que oía-. ¿Por qué no Victoria? Ella es la mayor, es la que debería casarse.
Don Anselmo bufó, como si la mera sugerencia le resultara absurda.
-Victoria es demasiado hermosa para un campesino, Isabela -respondió con desdén-. Además, su destino ya está sellado. Se casará con el hijo del Ministro de Finanzas, un hombre con poder y fortuna. Tú, en cambio... -hizo una pausa, recorriéndola con la mirada, como si evaluara un bien sin valor- eres un estorbo.
Isabela sintió que su pecho se llenaba de indignación. Las palabras de su padre eran como cuchillos que cortaban profundo.
-¡Un estorbo! -exclamó, sus ojos ardiendo en rabia-. ¿Así es como me ves? ¿Como una carga que puedes deshacerte entregándome a un hombre que ni siquiera conozco?
Don Anselmo no parpadeó. Su rostro imperturbable transmitía la dureza que lo caracterizaba.
-No tienes derecho a cuestionar mis decisiones -sentenció-. Montenegro salvó mi vida, y es mi deber compensarlo. Además, ya sabemos que nunca conseguirías un buen matrimonio, Isabela. Tu condición...
-¡No hay nada malo en mí! -interrumpió, sintiendo las lágrimas arder en sus ojos, pero negándose a dejarlas caer.
Desde niña, los médicos habían dicho que no podría tener hijos, y su madre, con su fría indiferencia, se lo recordaba cada vez que podía. "¿De qué sirve una mujer que no puede dar herederos?", solía decir.
-Lo que pienses no cambia la realidad -continuó su padre-. Alejandro Montenegro ha aceptado este matrimonio, y mañana partirás a su hacienda.
Isabela tragó saliva, sintiendo el peso del destino sobre sus hombros. No tenía opción. Su madre, sentada en una esquina de la sala, no había dicho ni una palabra, simplemente observaba con la expresión pétrea de siempre. Victoria, por su parte, escuchaba desde la puerta con una sonrisa triunfante.
-Padre, yo... -intentó suplicar una última vez, pero Don Anselmo levantó la mano, cortando cualquier argumento.
-Se acabó, Isabela. Es lo mejor para todos. No tienes nada aquí.
El corazón de Isabela latía con fuerza mientras salía de la habitación con pasos rápidos. Cruzó el pasillo hasta su habitación, cerrando la puerta detrás de ella con fuerza. Se dejó caer sobre la cama, su mente dando vueltas.
Un campesino. Su padre la había entregado a un hombre del campo, alguien a quien imaginaba rudo, sin modales, sin sueños. Sus dedos temblaron al pensar en su futuro. Siempre había soñado con encontrar el amor, pero ahora se veía obligada a vivir en una hacienda lejana, lejos de todo lo que conocía.
Victoria apareció en la puerta, apoyada con aire despreocupado.
-Bueno, hermanita, supongo que finalmente sirves para algo -dijo con una sonrisa burlona-. Mientras tú vives entre vacas y barro, yo viviré entre lujos.
Isabela apretó los puños, pero no dijo nada.
-Seguro te acostumbrarás, después de todo, no tienes otra opción -añadió Victoria antes de marcharse, riendo suavemente.
Isabela sintió que su mundo se desmoronaba.
Al día siguiente, la despedida fue breve y fría. Su madre apenas le dedicó una mirada y su padre le entregó una pequeña bolsa con ropa modesta. Ninguna palabra de aliento, ningún gesto de cariño.
El carruaje la esperaba afuera, y su corazón latía con fuerza mientras subía, lanzando una última mirada a la casa donde había crecido. La travesía hasta la hacienda Montenegro fue larga y silenciosa. Isabela se mantenía con la mirada perdida en el paisaje que cambiaba a medida que avanzaban. De la ciudad al campo, de los edificios elegantes a las colinas verdes y los campos interminables.
Finalmente, tras varias horas, llegaron. La visión de la hacienda Montenegro la dejó sin aliento. No era la humilde casa que imaginaba, sino una majestuosa propiedad con grandes campos, caballos y trabajadores ocupados en sus tareas. La gran casona de piedra se alzaba imponente, con balcones adornados con flores y amplios ventanales.
Un hombre alto y de postura firme la esperaba en la entrada. Isabela descendió del carruaje con el corazón latiéndole en la garganta. Alejandro Montenegro no era el campesino que había imaginado. Vestía con sencillez, pero había una presencia en él, una seguridad en su mirada que la descolocó.
-Bienvenida, Isabela -dijo con voz grave y cortés.
Ella asintió, sintiendo su orgullo herido. No dejaría que él o nadie viera su temor.
-Gracias, señor Montenegro -respondió con la cabeza en alto.
Él sonrió levemente, observándola con una intensidad que la hizo sentirse vulnerable.
-Llámame Alejandro -dijo, ofreciéndole su brazo-. Será un placer mostrarte tu nuevo hogar.
Isabela respiró hondo, preparándose para enfrentar el destino que le habían impuesto.
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