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La cena de gala anual de los Robles, un escaparate de poder y opulencia, era el último lugar donde quería estar. Pero mi madre, Doña Elena, siempre maestra de las apariencias, había insistido para demostrar la "unidad" familiar. Apenas entré, los susurros me persiguieron como sombras: "Ahí está Armando Robles... dicen que estuvo preso... no, en una clínica por drogas... qué terrible, parece un monstruo". Ignoré las miradas de lástima y desprecio, y me acerqué a la barra. Allí, mi hermanastro Diego apareció, con su sonrisa de mártir. Me ofreció champaña, insistiendo en un brindis "por el pasado". "No bebo", respondí secamente. Él sabía por qué. "¿Todavía me culpas por ese pequeño... accidente?", preguntó con falsa inocencia, refiriéndose a la noche en que Sofía, mi exesposa, me había desfigurado con ácido. En ese instante, Sofía se acercó, y para mi sorpresa, le dijo a Diego que me dejara en paz. Pero Diego, el eterno manipulador, se deshizo en lágrimas, atrayendo la atención de todos. Sofía, cayendo en su trampa habitual, se volvió hacia mí, con el rostro endurecido. "Armando, ¡ya basta! ¡Discúlpate con él y tómate esta copa! ¡Ahora!". Me aferró la nuca y me obligó a abrir la boca. El champaña helado quemó mi garganta dañada. Me doblé, tosiendo, y un chorro de sangre salpicó el impecable mármol. Un silencio sepulcral llenó el salón, solo roto por un parpadeo en la pantalla gigante. La imagen cambió de un niño sonriente a un video granulado. Era una celda oscura, y yo, atado a una silla, siendo torturado. El sonido del látigo, mis gritos ahogados, las risas crueles de los guardias... todo llenó el salón. Caí de rodillas, suplicando entre sollozos, reviviendo mi infierno ante cientos de miradas. Cuando mis ojos encontraron los de Sofía, le dije: "Quiero el divorcio ahora. Y no quiero nada de ti. Quiero ser libre de todos ustedes. Me han quitado todo". Mi madre, en su pánico, intentó negar lo que se veía en pantalla. Diego, el vil, me acusó de haber filtrado el video para dar lástima. Y Sofía, tan predeciblemente, dudó de mí. "Armando... ¿tú... tú hiciste esto?". Esa pregunta. Fue el golpe final. Esa noche, encerrado en mi antigua habitación, supe que mi única salida, mi verdadera libertad, no era vivir. Era escapar.