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Mi viaje de cinco horas a la Ciudad de México para sorprender a Ricardo, mi esposo, parecía una aventura de cuento de hadas. Llegué al lujoso restaurante donde él trabajaba, con mi hija Camila de la mano, lista para ver su cara de alegría. Pero la mía se congeló al verlo con otra mujer, Sofía, demasiado cerca, demostrando una intimidad que no era profesional. Las miradas de los compañeros, una mezcla de lástima y vergüenza, lo confirmaron: la escena era innegable, la traición, palpable. Mi corazón se hizo pedazos cuando mi pequeña Camila, ajena al drama, le dijo a esa mujer: "¡Hola, tía Sofi!" . No era una simple compañera; ella era parte de nuestra vida, de la doble vida que Ricardo había construido a mis espaldas, manipulando incluso a nuestra hija para encubrir sus mentiras. La promesa de que "no habían cruzado ninguna línea" se desmoronó cuando Sofía abrió la puerta del apartamento de Ricardo con su propia huella digital, ofreciéndonos una cena "entre los cuatro". Me sentí humillada, estúpida, una caricatura de la esposa engañada y la última en enterarse de la podredumbre de mi matrimonio. ¿Cómo pude ser tan ciega? ¿Cómo se atrevió a pisotear diez años de mi vida, donde yo sacrifiqué mi carrera para criar a nuestra hija, para dedicarnos a él? Pero ya no más. Ricardo, esto no se quedará así.