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Eduardo y Eva después de un largo y feliz matrimonio, uno de ellos comienza a experimentar un cambio radical que deteriora la relación inesperadamente. Cuando Eva decide abandonar la familia sin razón alguna aparente, a Eduardo le tocara enfrentarse junto a su hija a la soledad que generó su ausencia. Envuelto en una profunda tristeza a causa de la indiferencia y posterior abandono de su esposa, decide ir en busca de su paradero. Lo que no imaginaba era empezar experimentar cierto tipo de manifestación extraña que lo acometen al dormir, en cada uno de sus sueños, por medio del cual, descubrirá que el pasado siempre estuvo entre ellos, por lo tanto, las acciones de su esposa estaban más que justificada bajo el amparo de la mentira. En ese proceso conoce a una mujer que logrará hacerlo dudar, no solo de si ella es real por las circunstancias, también del amor que sentía por Eva. Sobre un camino espinoso Eduardo decide seguir adelante, enfrentándose al desamor y el amor al mismo tiempo.
Revelaba unas fotos en mi cuarto oscuro cuando la escuché llegar. Apresurado dejé lo que estaba haciendo y salí a verla. Quedé esperando su saludo de todos los días: un beso simple, pero lleno de amor, que nos hemos dado desde que nos casamos. De su rostro cálido y tierno no quedaba nada, solo he recibido muestras de cansancio y la ausencia de esa sonrisa que diariamente me enamoraba.
Convencido de que algo malo le estaba pasando le pregunté: «¿Estás molesta?». Solo respondió que estaba cansada. Las actividades que le tocaba cumplir en la oficina la tenían estresada: «Era obvio que mentía», pensé. En tantos años juntos, viviendo como pareja, nunca permitimos que los problemas afectaran nuestra relación. Al llegar a nuestro hogar, todas aquellas malas energías eran canalizadas hasta un lugar remoto, lejos muy lejos de nuestra casa, dispuestos a jamás permitir que las eventualidades que pudieran ocasionarse en el trabajo, afectaran el núcleo familiar.
No quise indagar más sobre su actitud, preferí, a modo de cambiar su ánimo, prepararle los Panqueques que, bañados en miel, eran la propuesta más apetecida por ella para cenar. Sin embargo, su actitud no mejoró en nada: tomó solo un sorbo de jugo de naranja. El desplante hacia mi atención, me dejó más preocupado que molesto; por más fuerte que hubieran sido nuestras discusiones, nunca me había despreciado los Panqueques. Comencé a desconfiar de la mujer que por un breve momento tuve de frente, y después sin decir una sola palabra, salió de la cocina.
Solo Dios es testigo de toda la paciencia que había acumulado hasta el momento, pero no fui capaz de aguantar tanta indiferencia de su parte y tuve que preguntarle el porqué del rechazo a mi gesto de cortesía. Recostada sobre la cabecera de la cama mirando la televisión sin decidirse por ningún canal, simplemente dijo que no tenía hambre y que solo deseaba que ese maldito dolor de cabeza se le quitara. ¿¡Eva Maldiciendo!? ¿Cómo podría ser esto posible en un ser tan hermoso como ella? Sin importar que tan cuestionable podría ser esta escena, mantuve firme mi decisión de no volver a preguntarle nada. La verdad me daba miedo que su respuesta fuera mucho más dolorosa que su silencio. De tantas razones que pudieran existir para su cambio de actitud, sin duda la que más me afectaría, es que me dijera que había dejado de quererme; me desplomé emocionalmente, de solo pensarlo.
El reloj de pared frente a la cama indicaba la hora de mi acostumbrado baño antes de irme a dormir. Abrí la regadera. Siempre esperaba que el agua por lo menos llegara hasta la mitad de la bañera para meterme. Mientras esto pasaba, dediqué mi tiempo a remover los pocos vellos que invadía mi barbilla (la lucha capilar constante con lentos resultados positivos, logró reducir significativamente el tiempo que dedicaba a esta desagradable tarea, haciéndola un poco más soportable), y pensar cuál sería la razón del cambio radical del comportamiento de mi Eva. Cualquiera que fuera, sin duda, yo era el culpable; ella era mucho más que perfecta. ¿Qué se estaría formando en su mente y que tan oscuro podría ser como para que lo reflejara en su rostro? Culminar el ultimo arrastre de la hojilla me recordó que era tiempo de cerrar la regadera. Al zambullirme, sentí la calidez del agua en mi piel y solo tuve el deseo de dejarme llevar, al menos, por la tranquilidad y la paz que sentí en ese momento; alejarme totalmente de las preocupaciones de esa noche. Pude cerrar mis ojos y fue inevitable quedarme completamente dormido.
Viernes, 20 de mayo de 1994.
-¡Eva...! ¡Eva!
-¿Qué quieres Eduardo?
-Darte esta rosa. No tiene espinas. Se parece tanto a ti: además de hermosa, es incapaz de hacer daño. La señora Edelmira moriría si sabe que fui yo quien le arrancó la única rosa de su jardín, pero tú vales mi primer caso vandálico. -Ambos reímos.
-La señora Edelmira morirá al no ver su rosa. Pero gracias por el detalle y ensuciar tu hoja de vida por mí -contestó.
-Por ti haría cualquier cosa -exprese-. Eva sonrió. Más que sentirse halagada, demostró una breve vergüenza por mis palabras.
Justo cuando estaba seguro de declararle mis sentimientos, de la nada igual que un fantasma apareció Ignacio. Su arrogancia era tan indignante, sin embargo, el motivo principal para detestarlo era el interés que demostraba por Eva. Ella con total inocencia se anclaba a nosotros de un brazo para seguir hasta el salón. Durante el transcurso no perdíamos la oportunidad de intercambiar miradas que, por suerte no tenían el poder de materializarse, de lo contrario, corríamos el riesgo de causarnos heridas graves. A su lado, aparentábamos ser los mejores amigos, esperando que tomara la decisión de ser novia de alguno de los dos. Lo más absurdo de esta situación es que ella desconocía mis verdaderos sentimientos. Mis inseguridades depositaban en mi corazón una frágil esperanza, esperando que Eva tuviera la iniciativa de pedirme que fuéramos novios, y yo, del todo sorprendido, le respondería que sí a su petición sin dudarlo. Lástima que Ignacio con sus actos golpeaba diariamente mi fantástica fantasía y era obvio que dentro de poco tiempo moriría, al igual que mis ilusiones.
Siempre creí más afortunado a Ignacio con respecto al sentimiento que Eva sentía por ambos, tenía que aceptar que me llevaba una gran ventaja; él no perdía oportunidad de demostrarle lo que sentía por ella; en cambio, mi historia con aquella niña era un sinfín de episodios cargados de frustraciones. Inclusive, la suerte tenía un especial gusto por mi ex amigo... Les cuento:
Ignacio y yo veníamos de estudiar juntos, prácticamente, desde la primaria. Éramos como una especie de mejores amigos antes de conocer a Eva. Quizás fue lo mejor noticia para sus padres saber que a su hija una vez más la promovieron un año, pero, ese echo causó en nosotros una rasgadura que sería el principio del final de nuestra amistad, que para entonces contaba con tres años de mutuo afecto. Los dos la recordamos de la misma manera: cabello color negro, largo, recogido con un par de colas blancas. A ningunas de las compañeras del salón le quedaba tan bien el uniforme de dos piezas: una falda blanca acampanada que cubría ese par de piernas infantiles y una camisa del mismo color, con solo un bolsillo donde se encontraba bordado el logotipo del colegio. No me fijé en sus zapatillas porque además de saber cómo era, no quería permitirme un solo segundo sin verla. El profesor, apenas la vio escoltada por el director, supo de quien se trataba. Le dio una modesta bienvenida. La presentó al grupo, finalmente le pidió el favor de ocupar el único asiento en estar libre, casualmente al lado de Ignacio. A pesar de la profunda amistad entre nosotros, nunca le di importancia que no nos adjudicaran un puesto juntos, pero esta vez el alma se me entristeció al no contar con la suerte de tenerla a mi lado. Yo estaba dos puestos más atrás de ellos. No me gustó ver desde aquella distancia la actitud de Ignacio para con ella. Como un mal presagio, percibí que él estaba sintiendo un sentimiento tan parecido al que se estaba generando en mí, aquel preciso momento.
Ese mismo día había perdido a mi mejor amigo, a causa de lo anterior mencionado. Una tempestad cargada de emociones contradictoria se avecinaría y caería justo entre Ignacio y yo. Lo supe cuando escuché claramente su nombre por primera vez... ¡Eva!
Mas adelante, tendrán el gusto de saber por qué.
El espacio del salón se había vuelto demasiado pequeño para ambos; alguno de los dos debía salir. Ignacio tenía dos días conociéndola. Yo no pude soportar un día más de desventaja y me acerqué a la hora del receso a ambos. Como dice el refrán: «Lo cogí con los calzones abajo». Estaba de espalda cuando escuchó mi voz. Eva lo apartó con total sutileza y quedó mirándome como siempre soñé. Me abrazó como si me hubiera conocido desde siempre. Mi ex amigo poco tiempo pudo soportar lo que se negaba a ver, pero igual lo imaginaba. Envenenado de celos, prefirió irse antes de voltear. Me hubiera gustado que Eva se diera cuenta de su actitud, pero al sonar el timbre, ella cogió mi mano derecha y corrimos hasta el salón.
El encanto de ese corto momento se rompió al soltar Eva mi mano y sentarse al lado de Ignacio. Su actitud con ella no dejó de ser la misma: jugaba con una parte de su cabello mientras le hablaba. La única vez que odiaba verla sonreír era cuando estaba con él; era feliz al verla sonreír con sus amigas.
Un ruido grotesco, que al parecer solo a mí me perturbaba, me apartó de mi vista todo aquello que estaba viviendo. Lentamente todo se fue desvaneciendo y Eva, que era lo que más me importaba, se perdió en aquel abismo de lo inexplicable.
El sonido del secador de cabello fue lo que me despertó. Fijar mi atención en ella fue lo mismo que mirar hacia la pared; prosiguió en su tarea de todas las noches como si yo no estuviera ahí. Notable el cambio si lo comparo con la costumbre de despertarme al verme dormido en la bañera por el temor a que me ahogara.
Recordar, así fuera en sueño el día que la conocí y la batalla olímpica que se generó entre Ignacio y yo por su culpa, me fortaleció emocionalmente; es uno de los momentos más bellos que viví con ella. Aunque apenas había recordado los primeros años que estudiamos juntos, tener tan presente ese día que le entregué la rosa, me impactó porque fue la primera y única vez, durante ese tiempo que me atreví a halagarla para demostrarle mis sentimientos. Eva podría tener unos nueve años y mi persona rondaba los once. Ignacio... ¿Qué sería de la vida de aquel niño? Nuestra amistad no era tan fuerte después de todo, como imaginábamos. No nos volvimos a ver al culminar la secundaria.
Algo también había cambiado en mí. Acostumbraba a secarme en el baño e ir hasta el escaparate completamente desnudo a buscar la pijama; esta vez preferí cubrirme con la toalla. Igual ella se encontraba dándome la espalda, aparentemente dormida; así que también debí descartar su actitud pícara al verme como Dios me trajo al mundo. Coqueteos que, la mayoría de veces culminaban arrastrándonos a zambullirnos en las mieles del amor físico y sexual.
Entre todas las cosas negativas que me habían pasado hasta entonces, poder ver su rostro tierno compensaba, en parte, mi sufrimiento. Borraba de mi corazón cualquier mancha oscura que se hubiera formado por su actitud.
La volví a recordar con su melena recogida de cada lado de su hombro... si tan solo hubiera imaginado la transcendencia que tendría en mi vida aquél puesto desocupado, no hubiera cedido tan fácil el lado derecho de mi pupitre.
¿Por qué este sentimiento de culpa me invade? Desilusionado es la palabra perfecta para describir esta sensación que me embarga. La expresión corta «¡Te amo!», pero totalmente sincera corría el riesgo de no ser pronunciada por sus labios esa noche, y qué decir del beso que lo secundaba; todo estaba a punto de perderse. Era cierto que, al caer en discrepancia antes de dormir, ella omitía esta ceremonia; pero también era del todo cierto que, antes de la media noche, su humor había cambiado y daba la media vuelta para abrazarme y al oído decirme que jamás dejaría de amarme. No puedo rendirme tan rápido y garantizar que esto no va a suceder si apenas tiene pocos minutos durmiendo. Son quince años que me permiten reforzar mis esperanzas de que, al llegar la media noche, no solo recibiré mi acostumbrado beso con el «¡Te amo!» correspondiente; además, el cambio de su actitud, por consiguiente, borrar de un todo este desagradable episodio de nuestras vidas.
Arribó la media noche. Con su llegada, las esperanzas trazaban sus propios límites de espera, hasta que una hora más tarde no pudo soportar más y desaparecieron por completo. Esa fantasía de que todo volviera a ser como antes; tener de regreso a mi Eva, era solo eso: una fantasía insostenible.
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