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os por las bocinas de los automóviles que pasan veloces, por el vocerío de los vendedores de periódicos que pregonan las últimas hojas llegadas de París, y por los gritos de los cocheros que invitan á pintorescas excursiones por las riberas del Allier, puebla el espacio con
va y va á beber el primer vaso del día en la fuente de la Grand Grille. Luego, á las once, empieza otro concierto en el café de la Restauración, con aditamento de cantantes, y á éste sigue el grande de la tarde, en pleno Parque, que dura hasta las cinco, sin que entre las piezas existan otros intermedios que brevísimos instantes de descanso, como si la orquesta se ave
losamente los franceses la Reine des Villes d'Eaux. Desde el Fuego encantado, de Wágner, hasta la Jota Aragonesa y la Marcha Real, la música de todos los tiempos y de todos los países halaga los oídos de la muchedumbre extranjera, tropel de aves de paso que llena Vichy durante algunas semanas; y tan pronto s
u gesto, de los sanos. De vez en cuando se ve un se?or que, escuchando el concierto, deposita un pie hinchado, enorme, elefantíaco, sobre la silla que tiene delante; pero las bandas de franela y la pantufla son lo único que revela su enfermedad al contrastar con el otro pie calzado de charol. Pasan algunas
las diversiones de sus progenitores; pero el frac de los unos y las toilettes escotadas de las otras, parecen borrar la gravedad de sus dolencias, y todos sonríen,
traer á los suyos, sonríen aquí, y á las seis de la tarde visten su traje de ceremonia
la fortuna, que no conocen la rudeza del trabajo, descansan y descansan, bebiendo dos
do orden, que hace algunos a?os escribían danzas rusas y melodías moscovitas en honor de la Doble Alianza, producen ahora la Marche des gitanos, la Marche des
de ligera pasión y jotas alborozadas, al alternar con las obras de los ma
e las manifestaciones artísticas más respetables y más grandes de la Espa?a actual. Se ha hablado mucho de la necesidad de una ópera espa?ola. ?Para qué? Espa?a ya tiene su música, que no puede ser má
por varios países de Europa sin oir en ninguna parte fragmentos de sus óperas, que pudiéramos llamar solemnes ó grandes, y en cambio, h
canción de moda) los músicos callejeros y las orquestas de los cafés no ti
res y orladas de luces, navegar por el Gran Canal, bajo las ventanas de los hoteles
desentra?ar y aquilatar su mérito, pues peor es no poseer
Sólo cuando aparece en la escena un mantón con flecos y un pavero ladeado sobre un mo?o con claveles se acuerda el gran público de que existe Espa?a. Cuando las orquestas acarician los nervios de l
la de El anillo del Nibelungo. Ya sabemos que Chueca no es Wágner. Pero la inmensa mayoría de los que escuchan conciertos en el extranjero, aunque fingen por sn