Moza
pasada la frontera austriaca, es Salzburgo, famosa desde hace
de Europa, pasó á incorporarse á Austria. Construída en las dos orillas del Salzach, que corre entre verdes monta?as, la población extiéndese por ambas laderas, rompiendo los densos bosques y asomando á trechos s
racelso, hoy dormitaría olvidada, como muchas poblaciones de la antigua Alemania, sin que un viajero curioso descendiese en su estación y sin otra vida que el trompeteo del regimiento acuartelado en el
todos los se?ores alemanes, tenía á su servicio un maestro de ca
túnel y sus galerías, dando acceso á innumerables puertas. Un día el necesitado maestro vió aumentarse sus apuros con el naci
ir á la cervecería, y se juntaban trayendo sus instrumentos, para deleitarse mutuamente con interminables conciertos, en los que ejecutaban las obras de su gusto, sin tener que seguir los caprichos del se?or. Llegaban con sus raídas casacas negras, de largos faldones, sus pe
lma melódica que corría por las arterias de sus escalas y corredores. La mujer del maestro, la hacendosa y dulce Ana María Pertlin, cosía con los ojos bajos y el oído atento; la hija mayor, Mariana, de pie junto á su padre, seguía con admiración
n de manteca!-exclamó c
que?o salzburgués lo más
música lo mismo que él. En Salzburgo, todos se hacían cruces del ni?o prodigioso, que á los seis a?os tocaba el piano como un concertista. El mismo príncipe-arzob
na, dando conciertos, y empieza sus peregrinaciones penosas de corte en corte, durmiendo en malas posadas ó en palacios de potentados dilettanti; teniendo que tocar unas veces ante reyes, y otras ante muchedumbres que discuten con Leopoldo el precio de la entrada. En la corte de Viena, le tratan como un príncipe y juega con la archiduquesa María Antonieta, futura reina de Francia. En Versalles le besan y lo adormecen sobre sus gra
mer músico de la época, el hoy olvidado Sallieri. Para vivir, escribe sus graciosos minuettos, por unos cuantos florines, cada vez que un gran se?or da un baile en su palacio. Los rivales abusan de su carácter bondadoso y dulce, acosándolo con insultos, dificultando su trabajo con toda clase de intrigas. Entre la nube de músicos y poetas de todos los países, caída sobre Viena por la atracción que ejerce una corte aficionada á las artes, encuentra po
Cuando se casa con Constanza Wéber, sus amigos Martín y Daponte van á visitarle en
ta tan cara, que nos calentamos
, elegante y gracioso, que hacía de él uno de
algún dinero; los empresarios le piden nuevas obras; la corte fija su atención en él y le encargan misas ó c
la vivienda de Mozart, y entregándole como adelanto una bolsa lle
próximo fin, y se lanza á escribir la famosa Misa de Requiem convencido de que se estrenará en sus propios funerales. ?Las noches de cruel insomnio, con la certeza de que toda nota trazada es un segundo menos de vida, de que avanza el temido final c
hundido en un sillón, con el papel ante los ojos, cantaba con una voz trémula y dulce, como e
no pue
a, entre las lágrimas de amigos y discípulos, y los alarido
día tempestuoso y gris que arrojab
s grandes se?ores de la corte y delegaciones de la Masonería, agradecida á
ra darse cuenta de lo penoso de una marcha hasta el cementerio, por calles interminables. En una esquina se quedaba un grupo del cortejo, diciéndose que ya había acompa?ado bastante al difunto camarada en un día como aquel; más allá desertaban otros; las carrozas de
os sepultureros no supieron explicarse, ni pudieron nunca ponerse de acuerdo. ?Se entierra tanta gente durante un solo día en una ciudad enorme!... La Nada tragó p
ones, de techo bajo y pavimento de vieja madera, todos los recuerdos de la vida del maestro: instrumentos, retratos, vestidos y hasta cartas. En una vitrina figura un cráneo... ?El c
á estas horas algún antiguo mozo de cordel de Viena estará riendo en el P