tival
a?os una caricatura de Wágner, saliendo del hermoso pa
o-y de paso entraré en palacio á da
rgen, que creaba en su palacio de la Residencia una galería de bellezas célebres, y sin embargo, prohibía que asistiesen damas á las fiestas íntimas de su corte, fué un
rda y le respeta. Fué un monarca que, en fuerza de excentricidades, prestó un gran servic
n todas partes. Baviera le compadece con maternal ternura y guarda su memoria. También la tumba de Nerón, veinte a?os
a prusiana, por parecerle vulgares y antiartísticos. Los cortesanos ocultaban su turbación al verse recibidos por él, vestido como un gran se?or del Renacimiento. Las verdes aguas del lago Stanberg cruzábalas en barcas doradas, con ninfas y quimeras en la proa, y grandes pa?os de escarlata arrastrando sobre la estela. Durante las noches de invierno, corría los campos
undanal; pero mucho antes de que Wágner muriese, ya había dado la generosid
Munich, siguiendo los mismos planos, ha elevado el teatro del Príncipe Regente, dedicándolo á la representación de las obras de Wágner. Hoy el Prinz-Regenten-Theater, de Munich, celebra todos los a?os un Festival Wágner q
aba el maestro ?el abismo místico? de donde surgen las melodías como si viniesen de otro mundo, sin ver el espectador á los músicos, que sudan y gesticulan, y al director, que se mueve como un loco. El teatro está completamente á obscuras. Las puertas de los pasillos se cierran al empezar cada acto, sin que exista poder terrenal capaz de
el público. Todos los asientos son iguales y cuestan lo mismo, veinte marcos (veinticinco pesetas). El teatro, aparte de los seis palcos del fondo, destinados á la familia real y á los potentados extranjeros, sólo se compone de butacas que se alínean en pel
stica Historia Natural de dragones que cantan, pájaros que aconsejan y serpientes y osos, son personajes conocidos del público y no ofrecen ya novedad. La Walkyria y el Sigfrido los cantan en Munich lo mismo que en el Real de Ma
ritu de la gente que asiste á una corrida de toros. Total, que al lado de buenos artistas, encanecidos en el culto wagneriano, aparecen otros indignos de cantar en su compa?ía. Por fortuna, la orquesta, las maravillas del de
canas, vistiendo blancos trajecitos de falda corta; viajeros con su terno gris á grandes cuadros, los gemelos en bandolera y la gorrilla en la mano; gruesos y rubicundos sacerdotes católicos, con levita y pechera negras, que, recordando lo que acaban de oir, mueven los dedos como si estuviesen ya ante los órganos de sus catedrales; vírgenes de lacias faldas, con el exangüe rostro asomado entre dos caídos cortinajes de pelo; jóvenes melenudos, que estiran la afeitada cara sobre las innumerables roscas de una corbata
oría está formada de artistas, de escritores, de gentes que gozan celebridad en sus paí
rse, como si flotase en el ambiente, obliga á un
granujienta y fea. Un poco más allá dos viejas damas, cargadas de brillantes, pusieron al verla una rodilla en t
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é bien) del emperador de Austria. Y de igual categoría que ésta, aunque más simpáticas por su modestia, enc
ayoría del público sale en silencio; per
ime! ?
ue gritan entusiasmados. Pero sus voces suenan á falso,
creyendo en lo sobrenatural del espectáculo, y salen de él dudando de la sensatez de su viaje, sintiendo cierta sospecha