esas
as ó actúan las ?estrellas? de la Comedia Francesa y del Odeón, que hacen su tournée anual: sala de conciertos, grandes salones de baile, gabinete de lectura, una rotonda
de sus jardines; de noche brilla como un palacio de leyenda, marcando con innumerables bombillas eléctricas, sobre la lo
las últimas de la madrugada, y en el que se entra con cierto recogimiento, bajando el tono de la voz y aminorando el ruido de los pasos. Imponentes criados de empaque principesco indican al abrir la cancela de cristales
juego; se?oras maduras y pintarrajeadas, cubiertas de joyas de empa?ado brillo; cocottes de perfil hebraico; correctos se?ores condecorados con un tic de maniáticos en sus hoscas facciones. Todos se empujan con una vehemencia febril. Brilla en las miradas un fuego malsano. Los ojos, que siguen el vaivén de los azules billetes, entre la paletada del banquero y las manos de los jugadores, son ojos que se ven en los juicios orales ó en la primera plana de los periódicos cuando rela
us gustos, encuentran diversión sobrada en el gran reba?o femenino que atrae la fama de Vichy. Otros, más complicados en sus pasiones y temibles en sus apetitos,
brillan, inmóviles, como si fuesen de vidrio, fijos en las manos del banquero. Esa frialdad musulmana, desde?osa y altiva, que permite á los árabes contemplar impasibles las mayores grandezas de nuestra civilización, mantiene al venerable moro inmóvil y sin pesta?ear. Pierde, pier
pan para el día siguiente y haciendo sonar á cada movimiento los pesados brazaletes de cobre. Los peque?uelos, panzudos, de color de ladrillo, con la cabeza rapada y un pincel de pelos en el cogote, corren persiguiendo á los saltamontes. El jefe está ausente; el amo se fué, y una tristeza de orfandad pesa sobre la tribu. El médico del inmediato puesto militar le recomendó unas aguas milagrosas de la lejana Francia, país de maravillas, y
o su silencio como una se?al de grandezas, que les llenarán luego de orgullo al ser relatadas junto á las hogueras del invierno. Creen en su sencillez que el jeique condecorado alcanza en el lejano país de las maravillas los honores que corresponden al venerado jefe de un centenar de arrogantes centauros. Y á la misma hora, las manos finas y pálidas, manos de cera, dejan sobre la mesa verde, de minuto en minuto, con la regularidad de un reloj que suena la desgracia, la fortuna y el bienestar de los que sue?an en el lejano campamento africano, bajo la luz difusa de las estrell
y vistosas rayas; el rostro, moreno y abultado, con los ojos perdidos en bullones de carne y unas cejas gruesas y unidas como una barra de tinta, asoma en el marco de un rebozo de seda y oro, tan majestuoso como sucio. Contempla impasible las miradas de curiosidad de las mujeres, y vuelve á adormecerse, ansiando que l
ón hasta la manía, más dispuesto se está á arriesgarlo á un azar, con la locura de la ganancia rápida. En Espa?a, los principales consumidores de billetes de la Lotería Nacional son avaros que apenas come
apenas se sienten tentados por el juego, y eso que no pretenden pasar por ejemplos de virtud. Son muchas veces alcohólicos; el eterno femenino complica y desordena los día
rar persecuciones de la justicia. En fuerza de adorar al dinero, el jugador acaba por no saber para l
istía con preferencia á los círculos donde le obsequiaban con algún café, como punto fuerte, y cuando perdía, que era las más de las veces, ocultábase por unos instantes en el lugar más nauseabund
decía sentenciosamente-. Y lo que