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los chalets y coronadas por la diadema negra de los bosques. Los grandes vapores de pasajeros ensucian por un instante el puro azul del cielo con su penacho de humo. La soberbia cadena del Jura alza en la orilla francesa sus colosales moles, y en la ribera de enfrente, las monta?as suizas alinean sus declives cubiertos de vi?edos, de bosquecillos y de casitas que parecen extraídas de
nó madama Stael las desventuras amorosas de su ?Corina?, que fué una superhembra de su época; por estas aguas vagó la barca de lord Byron, y en nuestros tiempos han visto pasar sus orillas las merovingias melenas y la fina sonrisa de Alfonso Daudet, pre
frente á cada población del lago revelan en sus escolleras de pe?ascos la irritación de que es susceptible este poético lago cuando llega el invierno y las ráfagas que descienden de los montes mueven en espumoso revoltijo este mar encajonado, batiendo las riberas con el martilleo de su ola corta é incesante.
exterior: risue?os bosques, hoteles enormes como ciudades, todas las alturas coronadas por palacios destinados al hospe
países, con ser de poca mont
más respetuosas atenciones, como sagradas vestales. Son cocottes que poseen el chic, ese espíritu indefinible y miste
ranquila audacia. Son se?oras decentes, que pueden moverse con entera libertad, sin miedo á verse confundidas con un
za, el cartel de macizos colores representa siempre una ni?a orde?ando una vaca, una osa dando el biberón á un osezno, ó un chalet á cuya puerta bebe glotonamente la tranquila familia el licor de sus re
y abrupto una joya histórica, un lugar de pere
s los que dudan de la existencia del héroe suizo, nadie puede dudar de la del castillo, pues ahí está, cuidadosamente conservado y restaurad
ertad, en el tranquilo equilibrio de una buena digestión, sin conocer brujas ni temer ánimas en pena, en med
l pasado, el buen suizo amontona horrores sobre horrores en el castillo de Chillón, especie de Bastilla helvética, con vistas al lago y las monta?as, lo mismo que cualquier hotel de los alrededores, en los que se paga con generosidad principesca el honor de vivir alo
ojos claros, que da vueltas á una enorme llave introducida en uno de sus índices, os se?ala un hecho espeluznante á c
: ?Esta era la cámara de tormento donde despedazaban á los hombres.? Frente á una poterna que se abre sobre el lago: ?Por aquí arrojaban los cadáveres de los condenados. Cien metros de fondo, se?ores míos.? En la cocina del castil
e, hundidos sus pies en el azul y su cabeza rodeada de un nimbo. Y la hiedra que escala los góticos ventanales, moviéndose al soplo de la brisa, como con un ademán negativo, las ondas que susurran al morir dulcemente contra los fuertes bastiones, el sol que
lo con sus versos ?El prisionero de Chillón?
mna del subterráneo de Chillón, otro artista ha pasado por él, ?mezcla de bayadera y de pilluelo parisién?, co
arín en el castillo de Chillón, se acabó su romántico encantamiento. ?Adiós, pob
do seis a?os Bonivard, héro
por Byron, aparece el cuerpo rechoncho y la fiera cabezota morena y barbuda del intrépido h