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En las heladas tierras del norte, donde la política se mezcla con la tradición y el peligro acecha detrás de cada mirada cortesana, Regina es enviada para cumplir su destino: convertirse en la esposa del Rey Kael. Pero nada es como imaginó. Mientras se adapta a una cultura donde incluso las reinas trabajan a la par del pueblo, Regina debe ganarse el respeto de una corte que no la quiere. Entre velos, secretos y traiciones, una presencia inesperada despierta en ella emociones prohibidas: Yael, su misterioso guardián, que pondrá a prueba su razón y su corazón. Entre intrigas palaciegas, celos encubiertos y enemigos dispuestos a destruirla, Regina deberá encontrar su lugar... o perderlo todo. Una historia de amor, poder, y dignidad que florece en la nieve. ¿Podrá una mujer criada entre deberes y silencios conquistar un reino que la espera con sospechas?
El salón del té era un refugio elegante y sofisticado, una especie de santuario donde las tensiones del día se disolvían entre suaves tazas de porcelana y conversaciones cautivadoras. La decoración era delicada, con paneles de madera tallada que mostraban escenas etéreas de paisajes tranquilos, y las paredes estaban cubiertas de cortinas de seda en tonos suaves, como el marfil y el lavanda. El aroma de té de jazmín y sándalo flotaba en el aire, creando una atmósfera cálida y acogedora, ideal para relajarse.
Las mesas eran de mármol blanco, con delicadas flores frescas en centros adornados, y cada rincón del salón estaba iluminado por luces suaves, que bailaban sobre los elegantes vestidos de las cortesanas. Las mujeres que trabajaban allí no eran solo bellas, sino que su gracia y habilidad en las artes eran incomparables. Algunas cantaban canciones suaves que envolvían el ambiente, mientras otras eran maestras en los juegos de mesa, donde la estrategia y el intelecto se mezclaban con la diversión. Las mejores oradoras del lugar lograban atrapar a los hombres en largas conversaciones profundas, y las que eran expertas en escuchar ofrecían una paciencia y compasión que pocos podían resistir. Las bailarinas, con sus movimientos fluidos, parecían deslizarse como sombras delicadas por el salón, dejando a todos cautivados.
A pesar de la sofisticación de las cortesanas, había algo en su presencia que era intencionalmente enigmático. Sus cabellos, largos y cuidados, caían con suavidad o se recogían en peinados elaborados que las hacían ver como diosas de un antiguo reino. Los vestidos que llevaban, de telas finas y colores ricos, abrazaban sus cuerpos con tal delicadeza que dejaban entrever las formas de manera sutil y elegante, sin ser jamás vulgares. Las mangas largas de sus trajes estaban diseñadas según la especialidad de cada una: las que eran oradoras o jugadoras de mesa llevaban mangas ajustadas, mientras que las bailarinas optaban por mangas amplias que fluían a su paso.
Aunque la intimidad no era parte explícita de su oferta, el deseo siempre flotaba en el aire. Las cortesanas sabían perfectamente cómo jugar con la fascinación y la atracción, sin llegar a traspasar los límites de la decencia. Para quienes deseaban más que solo entretenimiento, el precio era alto, pero en ese entorno refinado, lo que se vendía no era el cuerpo, sino el arte del deleite mental y emocional. Nadie salía del salón del té sin sentirse profundamente tocado, ya fuera por la belleza visual, la conversación estimulante, o el sensual encanto de las danzas suaves.
Este espacio era tanto un refugio como una cápsula del deseo reprimido, donde el lujo y la seducción se entrelazaban de forma impecable.
El ambiente, que ya solía ser cautivador, aquella noche parecía vibrar con una energía distinta. Todos lo sentían. Era como si la atmósfera misma se inclinara ante la llegada de la nueva cortesana, una figura envuelta en misterio y poder silencioso. Su andar no era apresurado ni tímido, sino pausado, firme, como si el salón entero le perteneciera aunque acabara de llegar. Su cabello, negro como la tinta fresca, caía en una cascada lacia sobre su espalda, recogido parcialmente por delicadas horquillas de plata. El velo que cubría la mitad inferior de su rostro solo alimentaba las preguntas que ya hervían entre los murmullos de los presentes.
Se sentó con gracia en la mesa de ajedrez, cruzó las piernas con natural elegancia y comenzó a jugar. No habló mucho. Sus ojos oscuros hablaban por ella, tan expresivos y serenos como peligrosos. Los hombres que se sentaban frente a ella no tardaban en caer derrotados, no solo en el tablero, sino en el orgullo. Pero nadie se molestaba. Al contrario, parecía que perder ante ella era un honor, una forma de haber estado cerca de su presencia por unos minutos más.
En la esquina más discreta del salón, él la observaba. Alto, de complexión fuerte, rostro duro marcado por años de guerra y decisiones difíciles. Tenía las manos grandes, las venas saltadas, y unos ojos que habían visto más muerte que belleza. No era un hombre que perdiera el tiempo en distracciones. Había venido con su grupo para una tarea concreta: contactar a alguien que no había llegado. La frustración se escondía bajo la superficie de su expresión, pero entonces la vio. Y el mundo se detuvo un segundo.
Ella era un enigma envuelto en terciopelo azul eléctrico.
La tela del vestido se aferraba a sus caderas, caía con gracia tras ella como una ola nocturna, y resaltaba su figura como una obra de arte que desafiaba la vulgaridad. Sus manos, tan suaves pero firmes, movían las piezas de ajedrez como si fuera una danza silenciosa. Él notó los pequeños detalles: la forma en que sus ojos se estrechaban cuando alguien hacía una jugada inteligente, la leve curvatura de sus labios, apenas perceptible por la suave tela que la cubría, cuando ganaba sin esfuerzo. Todo en ella estaba perfectamente medido. Y eso le intrigó.
-¿La conoces? -preguntó uno de los hombres que estaba con él, notando que sus ojos ya no se despegaban de ella.
-No -respondió sin dejar de mirar-. Pero quiero saber quién es.
No era deseo lo que sentía exactamente. Era una mezcla peligrosa de fascinación, curiosidad y... una alarma interna que le decía que esa mujer no estaba ahí por simple entretenimiento. Había algo más. Nadie con esa mirada fría y ese tipo de inteligencia se presentaba en un lugar como aquel por azar.
Ella jugaba. Él observaba. Y en el fondo, ambos sabían que estaban midiendo fuerzas sin haber cruzado una sola palabra.
Fue un instante. Un cruce de miradas tan preciso como una jugada maestra en el tablero. Ella alzó la vista, sin apuro, y lo miró directamente. No como alguien que observa por curiosidad, sino como quien lanza una sonda al alma del otro. Sus ojos, oscuros y profundos, brillaban con una chispa que no era dulzura ni coquetería... era inteligencia. Instinto. Una alerta velada, como si supiera quién era él, o al menos, lo que representaba.
Él no parpadeó. La sostuvo. La sostuvo como solo los hombres que han estado frente al peligro real saben sostener una mirada: firme, sereno, imperturbable. Ella no sonrió, pero tampoco se desvió de inmediato. Hubo una tensión sutil, una conversación sin palabras donde ambos se midieron, tanteando los límites de un terreno aún no explorado.
Y luego, como si nada, ella desvió la mirada.
Un simple gesto: se encogió de hombros con ligereza, indiferente. Y eso... eso lo hizo hervir por dentro.
-¿Eso fue un desprecio? -murmuró más para sí que para los otros.
No recordaba la última vez que una mujer lo había ignorado. No por su físico, no por su nombre, sino por completo. Como si no valiera el esfuerzo. Lo que ella había hecho no era rechazo... era algo peor: desinterés. Y eso lo mordió en el orgullo. Ahora no solo quería conocerla. Quería comprenderla, descubrir qué se ocultaba bajo ese velo y esa mirada analítica. ¿Quién era? ¿Qué hacía allí?
Estaba a punto de levantarse, decidido a cruzar el salón con paso seguro y palabras medidas. Pero entonces lo vio: el informante. Entró por la puerta lateral, vestido como un comerciante cualquiera, ojos nerviosos, pasos precisos. Se dirigió a la mesa sin titubear y se sentó frente a él.
Y justo en ese instante, como si lo hubiera estado esperando, ella también se levantó.
Con la misma calma con la que había llegado, se incorporó con una elegancia casi teatral. Su vestido azul eléctrico se deslizó tras ella como una ola en retirada. No volvió a mirar atrás. Ni siquiera a él. Salió por la misma puerta por la que había entrado, dejando un salón lleno de murmullos, suspiros... y a un hombre de guerra que, por primera vez en mucho tiempo, se sintió desarmado.
La conversación con el informante empezó, pero su mente ya estaba en otro lado.
Ella se había ido.
Y se había llevado consigo algo de él que él ni siquiera sabía que podía perder.
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