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Elise Willys, ha sido abandonada por su esposo a vísperas del nacimiento de su primogénito, sola y desprotegida, no tiene más alternativa que conseguir empleo, es allí donde se encuentra con el viudo más cotizado de la ciudad, Lucien Rochefort, un hombre emocionalmente destruido y ocupado, que lucha por conseguir una niñera para cuidar a su hijo rebelde Phillippe, quien aún no supera la muerte de su madre, pero no todo es color de rosa... él no confía plenamente en ella por las circunstancias en que se conocieron, eso provoca que Elise no solo tenga que enfrentarse a la rebeldía del pequeño, sino que también tiene que aguantar la arrogancia de su jefe y los abusos emocionales de su familia, pero con el paso del tiempo comienzan a crecer vínculos emocionales entre Elise y Lucien, dificultando así su relación de jefe-niñera, ella además debe enfrentar el desamor y muchas adversidades para no perder el empleo con el que mantiene su hijo...¿Cuánto estará dispuesta a soportar por amor a su bebé?
"Estoy con tu esposo ahora mismo, no imaginas cómo me hace el amor."
Elise esperaba pacientemente a que su marido terminara su jornada laboral cuando un mensaje inesperado iluminó la pantalla de su teléfono. El remitente era desconocido, pero el contenido fue como un puñal directo al pecho.
Atónita, volvió a leer esas palabras una y otra vez, tratando de asimilar lo que acababa de recibir. El dolor se instaló en su pecho, mientras su mente se negaba a creerlo.
Intentó devolver la llamada, pero la línea estaba fuera de servicio.
-Debe ser una broma -murmuró, intentando calmarse.
Llevaban tres años casados y ella estaba embarazada. No podía ser cierto.
El sonido de la puerta abriéndose la sacó de su ensimismamiento.
-¿Por qué llegas tan tarde? No me gusta estar sola, menos ahora que nuestro bebé está por nacer.
José la miró con frialdad.
-Te lo he dicho mil veces, Elise. Ese bebé no me importa. Ojalá no estuvieras embarazada -espetó, pasando de largo y dirigiéndose directamente a la habitación.
-José, espera. La cena está lista. Te esperé para comer. Por favor, siéntate.
Ella lo siguió, pero él continuó ignorándola con la misma indiferencia de siempre.
Con el corazón hecho pedazos, Elise regresó al comedor. Se sentó sola, acarició su vientre y decidió que, si nadie más la escuchaba, al menos hablaría con su hijo.
La esperanza de su hijo era el único pilar que mantenía a Elise en pie. No tenía familia, solo a su esposo José, quien se había convertido en su único vínculo cercano. Pero todo cambió desde el momento en que le anunció su embarazo.
Un ruido repentino la sacó de sus pensamientos: el arrastre de unas ruedas contra el suelo. Al girarse, vio a José saliendo de la habitación con una maleta en mano.
-¿Te vas de viaje? -preguntó, sin poder disimular su sorpresa.
-No es un viaje -respondió él con frialdad-. Me largo de tu lado para siempre. No te soporto más.
Las lágrimas comenzaron a brotar sin control.
-¡No, por favor, José! No me dejes. No tengo a nadie en este mundo y nuestro hijo está por nacer.
José soltó una carcajada amarga.
-Justamente por eso me voy. Eres una inútil.
Desesperada, Elise se aferró a su brazo, sollozando y con la respiración entrecortada. Pero él, sin un atisbo de compasión, la empujó con fuerza, haciéndola caer de espaldas sobre el sofá.
-No, José... te lo suplico. ¿Por qué me haces esto?
Ella había dedicado su vida a él, siendo una esposa entregada, siempre pendiente de su bienestar. Le preparaba la cena, mantenía su ropa impecable y nunca se quejaba. Lo había puesto en un pedestal, amándolo ciegamente.
-¡Déjame en paz! Me voy con una mujer que sí está a mi altura. Adiós.
La puerta se cerró de golpe tras su partida y, en ese instante, el mundo de Elise se desmoronó. ¿Quién velaría por ella y su bebé ahora?
Los días transcurrieron lentamente, y el parto se acercaba junto con la angustia de enfrentarlo sola. Apenas contaba con lo esencial para ir al hospital y regresar, y fue entonces cuando comprendió cuán sola estaba realmente.
No había amigos ni familiares a quienes recurrir. La vida de su pequeño Ángel dependía por completo de ella. Pero, entre las lágrimas y la desolación, encontró un coraje inesperado. Se prometió a sí misma que haría lo que fuera necesario para protegerlo y darle lo mejor.
Un mes después...
-Tranquilo, mi amor... calma. Mamá aún está adolorida -susurró Elise, acunando a su hijo mientras las secuelas del parto seguían presentes en su cuerpo.
Elise había agotado hasta el último de sus recursos. Desde el nacimiento de su hijo, cargaba sola con todas las responsabilidades, aún adolorida por las secuelas del parto. Sin embargo, la falta de alimentos y artículos básicos para el bebé se había convertido en una auténtica pesadilla.
Desesperada, decidió salir en busca de trabajo. Necesitaba dinero con urgencia, pero los días pasaban y nadie quería contratar a una mujer que acababa de dar a luz y llevaba a su bebé consigo.
El hambre se volvió insoportable. Llevaba días sin probar bocado y la leche apenas alcanzaba para calmar al pequeño, quien lloraba sin cesar. Su pañal estaba sucio y Elise no tenía otro para cambiarlo.
Con el corazón acelerado, entró apresuradamente al supermercado. Caminó entre los pasillos, miró a su alrededor y, sin pensarlo más, tomó un paquete de pañales. Estaba a punto de salir cuando chocó con una mujer alta, quien la observó con desdén.
-¡Señor Sam, aquí! -gritó la mujer, señalando a Elise como si se tratara de una criminal peligrosa-. ¡Venga rápido, esta mujer está robando!
Elise se quedó helada. Su rostro perdió el color y, por instinto, estrechó a su bebé contra su pecho, como si aquel gesto pudiera protegerlos de la vergüenza y el dolor. En ese instante recordó que ya no había un marido que la respaldara, que estaba completamente sola.
-¿Qué está pasando? ¿Por qué tanto escándalo? -La voz grave y pausada del viejo Sam resonó en el lugar. Él era el dueño del supermercado, un hombre de mirada cansada, pero bondadosa.
La mujer no tardó en responder, con un tono cargado de desprecio.
-Mírela bien, Sam. Usa a su hijo como excusa para robar. Llame a la policía, esta mujer debería estar tras las rejas.
Sam desvió la mirada hacia Elise, quien, con los ojos llenos de lágrimas, solo pudo bajar la cabeza.
-¿Es cierto eso, muchacha? -preguntó el anciano, su voz más suave que dura, como si ya intuyera la verdadera historia detrás de aquella escena.
Elise se apresuró a limpiarse las lágrimas, avergonzada por su aspecto y por la situación en la que se encontraba. El bebé seguía sollozando en sus brazos, como si sintiera el desamparo de su madre.
-Ya voy, señor Matías -respondió Clara con un tono empalagoso, cambiando de inmediato su actitud altanera por una sonrisa servil.
El hombre, impaciente, desvió la mirada hacia Elise y la bolsa de víveres que Sam estaba empacando. Sus ojos, de un azul profundo y penetrante, se detuvieron un instante en el rostro cansado de la mujer y luego en el pequeño envuelto en una manta deshilachada.
-¿Algún problema aquí? -preguntó, con un leve ceño fruncido.
Sam negó con la cabeza y sonrió con amabilidad.
-Nada que no podamos resolver con un poco de humanidad, señor Matías.
El hombre asintió, como si esas palabras fueran suficientes para comprender la escena. Clara, por su parte, bufó con desdén y se dirigió apresurada a preparar el café.
-Gracias, señor Sam -murmuró Elise, apretando la bolsa contra su pecho-. No sé cómo agradecerle.
-Solo cuida de tu pequeño y mantente fuerte. Y no olvides que te llamaré si encuentro algo para ti -respondió el anciano, palmeando su hombro con ternura.
Matías observó en silencio cómo Elise salía del supermercado con la cabeza baja y el paso vacilante, mientras su bebé se acurrucaba contra su pecho. Algo en esa imagen lo inquietó profundamente.
-Sam, ¿quién era esa mujer? -preguntó finalmente, sin apartar la vista de la puerta que aún se balanceaba por la reciente salida de Elise.
-Una madre luchando contra la vida, señor. Una de esas personas que solo necesitan una oportunidad para salir adelante.
Matías guardó silencio por un momento, luego sacó su billetera y dejó un par de billetes sobre el mostrador.
-La próxima vez que venga, asegúrate de que no le falte nada. Y consígueme su número, Sam. Tal vez yo tenga algo para ella.
Sam sonrió con complicidad y asintió.
-Sabía que dirías eso, señor Matías. Sabía que dirías eso.
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